LOS CRISTALES DE JAROSLAV
“El que está en el extranjero
vive en un espacio vacío
en lo alto, encima de la tierra,
sin la red protectora que le otorga
su propio país ,donde tiene a su familia,
sus compañeros, sus amigos y
puede hacerse entender fácilmente
en el idioma que habla
desde la infancia”.
“La insoportable levedad del ser”
Milán Kundera.
Los cristales de sal esparcidos en la nieve gris que cubre la calle alcanzan a centellear bajo el azulado amanecer de Moravia. La pequeña villa, hoy reverenciada como Patrimonio de la humanidad, clarea y el camión de Jaroslav recorre la ciudad con lentitud. Las mangueras expulsan con un ronroneo los cuadraditos, fastidio de los transeúntes que a esa hora caminan por la fría vereda. Para este checo gordo y rubicundo, de manos pecosas y panza abultada, la sutileza en torno a los cristales metiéndose en las botas de los vecinos, no cuenta. La baratura para el Estado es evidente y no se puede hacer otra cosa, responde bebiendo un espumoso vaso de cerveza. Lo que más sorprende a Jarda, como le dicen los amigos, es el tamaño único que tiene cada cristal. La explicación de la ruta de los cristales de sal hasta llegar a nuestra modesta ciudad, atravesando los lugares más increíbles, sorprende a los parroquianos del bar que envalentonados por el alcohol siempre tienen un dejo de provinciana xenofobia. Las historias gráficamente se sitúan en África y esbozan una columna de negros con huesos en las narices soportando en sus espaldas sacos de sal bajo un sol ardiente, guiados por un hombre blanco, sacan las risotadas a los borrachos habituales de la Hospoda. He frecuentado el bar en los últimos cinco años y el desconocimiento de la vida de Jarda me intriga. Tres veces a la semana religiosamente ocupo un lugar en la barra; la conciencia de los parroquianos que un extranjero los observa a ratos cae en el olvido. No sé nada de nadie, excepto el nombre y lugar de trabajo de cada uno.
Y me escabulló con la vieja excusa de la cita furtiva. Entre risas socarronas, enfilo hacia la puerta, no sin antes saludar a la gordinflona que regentea el bar. Fastidiado de su coqueteo lascivo, esquivó lo que parece una invitación a disfrutar de su ajado cuerpo. El aire gélido incansable en la frente me recuerda la condena de permanecer como mero espectador en esta inmensidad. Las tenues luces de la calle que se solazan con la soledad abrumadora, disimulan a un transeúnte que camina raudo por la otra vereda. Llego a la pequeña Plaza del castillo, que vista desde lo alto del pueblo parece un gran pájaro grisáceo. Siento el frío agudo que taladra mis huesos. Es tarde y bajo desde el vetusto portal a la explanada que se hace más grande y solitaria. Recuerdo el viejo patio de la casona familiar a miles de kilómetros y alcanzo a arañar cierta familiaridad en todo esto. El bulevar del pueblo se cuartea en la profundidad como un juego arquitectónico y diviso la ventana de Marketa. No está acompañada e imagino su cuerpo lejano, sensual y trémulo perdido en mis recuerdos fantasmagóricos. Imagino estrechar sus caderas y escapar a la capital, vivir en el anonimato, esbozar una existencia vertiginosa, beber de la vida y quererte mi amor, sólo quererte hasta la locura. Tú y yo lejos de este pueblo.
La calle se cubre de un manto blanquecino, los adoquines se diluyen bajo la escarcha y Marketa decide dormir.
La madrugada me sorprende oteando la estación de trenes. Una locomotora enfila a la capital y el cielo se abre tenue bajo la claridad septentrional. Desde mi ventana percibo ese rumor característico del camión de Jarda arrojando los cristales sobre la calle que aún conserva la nieve fresca. Un café, un cigarrillo y el autobús que me espera puntual en la parada. Y vuelvo a sentir crujiendo los incansables cristales de Jaroslav.
REGISTRO DE PROPIEDAD INTELECTUAL
INSCRIPCIÓN N° 159.210
SANTIAGO - CHILE.
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