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ABRE UN OJO, luego el otro, parpadea. Lentamente, como escudriñando con desconfianza una habitación desconocida, nuestro buen hombre despierta. Todo, pese a las aprensiones, sigue en su sitio. Al techo sigue haciéndole falta una mano de pintura, el librito que lee por las noches sigue ahí, sobre el velador. El aparato de televisión, cuyo pago aún no termina por completarse, frente al lecho matrimonial, y su mujer, una vez más como desde hace seis apacibles años, duerme a su lado con una expresión de calma que llega a dar envidia. Nada que pueda resultar extraño ha sucedido por ahora.

La verdad sea dicha desde ya: para el hombre que protagoniza nuestra historia nunca ha sido sencillo ni mucho menos agradable levantarse por las mañanas. Durante aquellos instantes en que recobra, poco a poco, la conciencia de un nuevo amanecer, preferiría, como muchas otras personas –incluido el autor de esta narración–, permanecer para siempre entre la tibieza de las sábanas. Sin embargo, poco importa con cuánta firmeza intente aferrarse a su deliciosa dimensión onírica, pues basta que el sol asome entre los edificios vecinos para que el sueño, como por encanto, desaparezca.

Lo vemos levantarse con cuidado, procurando no despertar a su mujer, quien no tiene, naturalmente, ni una culpa en el insomnio matinal que lo aqueja. Camina al cuarto de baño, donde se afeita y luego se da una ducha. Todavía semidesnudo, a medio secar, se dirige a la cocina y pone agua a hervir. Regresa a la habitación y elige la ropa que ha de ponerse hoy, sin prestar demasiada atención a si las prendas combinan entre sí. Mientras se viste, toma asiento ante el escritorio instalado en la sala de estar. Quiere, antes de irse al trabajo, escribir el esbozo de una historia estupenda que la da vueltas en la cabeza.

Pero no. Parece tener una mejor idea. Cruza la sala y abandona, con el mayor sigilo, el departamento que comparte con su mujer hace cuatro de los seis apacibles años. Baja las escaleras, sale a la fría calle, camina en dirección al cerro que se erige sólo un par de cuadras más al norte. Una vez allí, espera pacientemente a que abran el servicio del teleférico.



AHORA NUESTRO BUEN hombre está dando un largo e irreprimible suspiro de satisfacción. A una velocidad que podríamos denominar moderada, asciende en perfectos treinta y siete grados y medio, directamente hacia la cima del cerro. Cada vez que la cápsula en la que viaja pasa por entre medio de los árboles y arbustos, no puede evitar figurarse en un cinematográfico safari por las últimas entrañas vegetales que le van quedando a la ciudad. Decide que, una vez arriba, hará escala durante un rato para poder disfrutar más detenidamente aquél pequeño universo de sosiego.

Algo anda mal. El teleférico no se ha detenido, como era de esperar, en la base construida a mitad de camino, sino que continúa en su ascenso. El hombre mira por la ventana y hacia arriba. Advierte, no sin cierta sorpresa, que el vehículo se ha desprendido del cable que lo conducía y se desplaza por su propia cuenta, totalmente desprovisto de cualquier soporte. Visto desde lejos es como un inmenso huevo naranjo que, inexplicablemente, flota en el aire y se confunde entre la nubosidad parcial. Nuestro amigo se deja llevar por su improvisada nave espacial, pues ésta parece tener claro dónde ir.

Transcurridos algunos minutos, y como nos resultaba más que evidente, el ovoide en suspensión comienza a llamar la atención de las hormiguitas de allá abajo. Una multitud creciente de personas se agrupa y lo señala con el dedo, Es un pájaro, Es un avión, Es supermán, Un volantín, Parece más bien un globo, Un ovni, cabros, un ovni. Aquellos con mejor condición física corren siguiendo su trayectoria: es, posiblemente, el fenómeno más curioso que han presenciado desde la ocasión en que el presidente, en pleno discurso, se transformó en balón de gas.

El hombre, mientras tanto, observa lo que ocurre en innumerables casas y apartamentos que se distinguen a su paso. Allí, en el antejardín de una solución habitacional de material ligero, un perro color canela mira hacia la calle con aire perezoso. Más acá, en un edificio café caca, una mujer pasa la aspiradora por la alfombra, y en el habitáculo contiguo, otra mujer se confunde entre tantos papeles de oficina. Tras un impecable ventanal, un caballero sesentón de barriga pronunciada y mamas incipientes expone ante sus emperifollados auditores alguna complicada estrategia de marketing para vender recetarios de cocina.

Van quedando atrás la ciudad y sus afanes. Indudablemente, el teleférico quiere llevarse a su ocupante lejos, muy lejos.



TRAS UNA BUENA cantidad de horas, y justo cuando las esperanzas de volver a pisar tierra firme empezaban a disiparse, el ovoide comenzó a descender. Como si fuese la cosa más natural del mundo, y más aún, como si así hubiese estado dispuesto desde un principio por alguna misteriosa instrucción, el vehículo se detuvo sobre la copa de un árbol y allí se dejó caer. El hombre abre la portezuela. Algo tullido por haberse mantenido tanto tiempo en la misma posición, abandona su nave y baja del árbol. Desorientado, camina en busca de alguien por un bosque tapizado de hojas crujientes.

Ha llegado a una playa donde la arena no luce como en los anuncios de hoteles en tevé. Hay piedras y maleza adonde se mire. Metros más allá, sentado sobre una piedra plana y fumándose un cigarrillo, hay un hombre de cabello y barbas enmarañadas. A su lado, alineada sobre la orilla, una flota de seis o siete bicicletas acuáticas con apariencia de no ser utilizadas hace ya varios años. Nuestro improvisado piloto camina a su encuentro, Qué tal, buenas tardes, Buenas, Cómo va el negocio, Cuál negocio, El de las bicicletas, Ah, ése, yo diría que pésimo, pero qué se le va a hacer, Es verdad, qué se le va a hacer, y usté vive por acá, Sí, Tiene familia, No, Ya veo, y no le aburre de repente tanta soledad, En lo absoluto. El desconocido, al parecer, no está muy dispuesto que digamos a entablar una conversación –quien sabe si hasta se le olvidó cómo relacionarse adecuadamente–, así que iremos a lo que nos importa, Y dígame, amigo, cuánto me cobra por darme una vuelta, Eso depende de cuánto dure su vuelta, Supongamos que una hora, Dos mil pesos, Bien, vayan las dos luquitas, Súbase, yo lo empujo, eso es, ya estamos, vuelva a las seis y media, buen viaje. Nuestro buen hombre no siente culpa por el hecho de que jamás regresará.



A ESTAS ALTURAS, el cielo está casi oscuro. Luego de pedalear alrededor de tres horas sin rumbo fijo, nuestro ahora ciclista ha distinguido a lo lejos un faro que le está resultando tentador como vivienda para el resto de su vida. Hasta allí dirige su nueva nave. No obstante, las fuerzas se le agotan cada tanto. De un momento a otro, lo van a abandonar. Además siente hambre.

De pronto ha empezado a correr mucho viento. Por primera vez en esta historia, su protagonista comienza a experimentar miedo. De a poco, de manera casi imperceptible en un inicio, le está entrando a aterrar la muy atendible posibilidad de no regresar jamás al sitio de donde vino, el cual es en estos momentos, dada su lejanía material, apenas un recuerdo difuso. Se refleja en su expresión una creciente inquietud por verse completamente solo en tamaña masa de agua y ante la inminencia de las olas. Mientras decimos esto, y aparecida de quién sabe dónde, una gaviota vuela a su lado, Claro, para ti todo viaje es cosa sencilla, oímos decir a nuestro atemorizado marinero, Pues eso te pasa por ser humano, le responde la gaviota, No recuerdo haberlo elegido, dulce y encantador plumífero, Lo que sí elegiste, y por lo visto equivocadamente, fue venir hasta aquí, subsináptico amigo, En parte sí y en parte no, En parte sí y en parte no, Exacto, en parte sí y en parte no, En qué parte sí y en qué parte no, Verás, yo elegí cruzar el mar pero no venir hasta esta playa, Y ahora te arrepientes, Me parece que sí, Y eso de qué te sirve, Creo que de nada, Acaso no querías irte a vivir a aquél faro, Quería pero ya no.

La gaviota cesó su suave aleteo y vino a posarse al lado derecho del ciclista–marinero–aviador, apoyando las patitas en el respaldo del sillín. Se le acercó al oído y le dijo, Has de saber, estimado hombrezuelo, que todas las cosas funcionan más o menos así, es como el pie forzado, te entregan unas líneas y tú verás cómo hacerlas rimar, y quédate tranquilo que no te voy a picotear, Muy cierto eso que dices, le contesta nuestro amigo, Pero qué hay de cuando se necesita volver a empezar, Siempre se puede volver a empezar, mas yo no diría que quieres volver a empezar, diría que a ti te cuesta decidir, Pero allá en el faro voy a quedarme solo, Teniendo la bicicleta, cuando quieras podrás volver, y por lo demás, ya casi estás llegando.

Ahora la gaviota sobrevuela en círculos alrededor del hombre y canturrea, Será que tienes miedo, será que tienes miedo, macho. Se ríe con deliberada estridencia. Acto seguido, se aleja volando en dirección opuesta.



HACIENDO ACOPIO DE valor y fuerza física, el buen hombre que protagoniza nuestra historia determina, pese a sus reparos, continuar hasta llegar a la tierra que se avista, de la que no lo separan más de quinientos metros. Tiritando de frío, con los brazos y piernas entumecidas, se disponía a cruzar ese último tramo cuando de pronto emergió una ballena y se lo tragó.

Con todavía más miedo que antes, y ante todo impactado por tan repentino suceso, nuestro improvisado jonás se encontró en un lúgubre pasillo a cuyos costados cuelgan, cada ciertos metros, antorchas encendidas. Cogió una y caminó con la mayor precaución, preguntándose lleno de incertidumbre qué demonios iría a encontrarse al final de ese corredor.

La respuesta la obtuvo sólo algunos minutos más tarde. Tras caminar por una especie de túnel que pronto percibió húmedo y movedizo, fue a parar a una sala elegantemente amueblada, con finas alfombras y largas cortinas de terciopelo color rojo sangre. Frente a una chimenea encendida y sentado en un enorme sillón de cuero, un hombrecillo vestido de frac sonríe con malicia sin volverse a mirarle. Quién es usted, pregunta nuestro improvisado indiana jones, Veo que no me reconoces, soy el duende que te roba el sueño, estaba esperándote hace rato, Esperándome para qué, Para decirte algo importante, Pues dígamelo ya, Baje la voz, mi buen amigo, que su mujer todavía duerme.

Texto agregado el 16-10-2007, y leído por 146 visitantes. (0 votos)


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