Me vuelvo a sentar en mi desorden y respiro solo polvo, solo humo.
El sol de la hora perfecta entra por mi ventana, esquiva mis persianas, apenas oigo mi respiración y los ladridos de algún perro lejano, de esos vagabundos. Imagino que soy otra persona, imagino que me gustan las multitudes y que sé qué día es hoy.
En esos momentos prefiero huir, huir de mí, y de mi desorden, así que decido salir, me miro al espejo y pienso que soy un desastre ya que estoy despeinada y mal vestida, pero no le doy importancia y de todas maneras salgo a despedirme del sol que se oculta entre las grises construcciones de la ciudad.
El tibio sol va desapareciendo mientras camino entre parques húmedos y solitarios, entre avenidas infestadas de comerciantes, colectivos y de ruidos ensordecedores tanto así que ya no puedo oír mi respiración y aún no huyo de mí, esta escapatoria no funcionó.
Decido regresar.
Ya en mi cuarto encuentro una botella de vino entre las empolvadas hojas bajo mi cama, la bebo, sola y tranquila, llego al fondo de la botella, la veo vacía, me veo mareada, me veo y aún no he huido de mí.
Por último me rindo, al sentirme somnolienta y fracasada, me acuesto en mi desorden, y poco a poco me voy perdiendo, voy cayendo en un mundo de sueños, donde al final me doy cuenta que logré huir de mi, ya no existo.
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