¿A qué literatura entre animales metafóricos?
Tengo un par de amigos, escribidores de los buenos, con los que me vengo enredando hace rato en algunas preguntas que me ponen en jaque: ¿Por qué escribimos y –peor todavía- publicamos nuestras creaciones literarias?
Pienso que nuestro afán literario no es únicamente autobiografía encubierta, o, al menos, que en la creación de situaciones y personajes imaginarios, no hay sólo un encubrimiento de nuestra subjetividad reprimida. Es un hecho: quienes escribimos aquí, necesitamos escribir y ser leídos. Al menos yo lo necesito. Y lo que escribo no es un diario de vida ni un tratado científico o filosófico. Nunca me ha interesado mostrar a nadie este tipo de escritos, pero sí me urge mostrar mi poesía y mi prosa, aunque no sepa todavía muy bien por qué. Me asusta reconocer que pueda ser algo compulsivo, simplemente inevitable. Tal vez haya que reconocer que en la expresión literaria, nos guste o no, hay siempre algo de autobiografía y puede que, y si nos ponemos suspicaces como Freud, hasta cierto exhibicionismo narcisista. No obstante, pese a temerle a esta posibilidad de pasar por exhibicionista, hace tres años ya, empecé a escribir poemas, pequeños relatos y, hoy, ensayo algo que quiere llegar a ser una novela.
Sea como sea, he descubierto en la literatura -entendida en el amplio sentido de ser expresión explícita y escrita de nuestros pensamientos, deseos y sentimientos- una doble significación y función:
En primer lugar, la de permitirnos la objetivación de nosotros mismos.
En este sentido, la literatura, se evidencia como algo que surge “desde uno y para uno” mismo, desde y para el escribidor.
En segundo lugar, la de espejear y ofrecer a otros ciertos rasgos psicológicos, símbolos socioculturales, cuestiones antropológicas o metafísicas de carácter universal o arquetípico (en sentido jungueano) para que resuenen, convoquen e interpelen a ese "nosotros” o “yo colectivo” que nos une en un sentido transcultural y transhistórico.
Aun cuando en un comienzo experimenté estas dos significaciones como antitéticas, a lo largo del tiempo he ido comprendiendo que son opuestos dialécticos que se requieren y complementan mutuamente: Si algo es “mío” en sentido estricto, auténticamente mío, debe ser también “nuestro”… Eso sí, a condición de que apostemos a que hay una cierta estructura antropológica común en todos los seres humanos: la capacidad de expresar e interpretar.
En este punto, permítame el lector explicitar mis supuestos antes de continuar, para proteger mis espaldas de posibles embestidas. Estoy conciente de que ésta es una suposición de suyo cuestionable pues acepta, a priori, que hay ciertas estructuras antropológicas capaces de trascender la historicidad de cada individuo en particular. Sí, lo sé, puede que ahora mismo mientras escribo me esté engañando, puede que, hipotéticamente, incluso ésto que escribo, su sentido o significación, no sea más que una proyección de mi “conciencia”, y en realidad no me comunica nada a mí, ni a mis supuestos lectores. Pero ¡qué diablos!, su postulado es necesario, pues vivimos como si existieran esos “a priori” nuestros. De lo contrario el fenómeno de la comunicación, que constituye el dato fundamental de nuestra experiencia intersubjetiva, no sería más que una ilusión; “È pur, si mueve”: sucede que vivimos en la confianza permanente de que los seres humanos compartimos una capacidad de comunicarnos los unos con los otros.
En fin, me parece sensato aceptar que el sentido de la literatura como quehacer se juega en el ser capaces de sostener una expresión que hable desde-y-de-nosotros para-todos-y-cada-uno, resolviéndose así la aparente dicotomía entre la necesidad expresiva de la subjetividad del escribidor y su intención provocativa orientada a “despabilar”, en algún sentido, a sus lectores en aquello que pueda resonar en sus propias vivencias.
Pero todavía no respondo a la cuestión fundamental de porqué inventamos relatos sobre personajes, situaciones y mundos ficticios, que, creo, es lo que distingue a la expresión literaria en sentido estricto de cualquier otro tipo de expresión escrita.
Y es justamente aquí que me declaro entrampada. Pues, si le damos crédito al viejo Nietzsche y nos apropiamos de su convicción de que el hombre es un constructor de metáforas, tendremos que aceptar que la de R. L. Stevenson es una conclusión, más que razonable, necesaria: Un personaje literario es a penas una “concatenación de palabras”, tal como nuestra identidad personal puede ser comprendida como un mero entramado de “juicios maestros” y la historia del sentido de nuestras culturas como constructo poético o un “metarelato”… ¿Y la realidad? Mmm, otra vez, no más que otra metáfora posibilitada por la recursividad, un atributo propio del lenguaje, que nos permite armar “enredos metafísicos” y tendernos trampas a nosotros mismos.
Todavía más. Si aceptamos que es imposible afirmar con sentido algo más allá del lenguaje, asuntos como por ejemplo el Ser, la Realidad, el sentido trascendente, la dialéctica material de la historia, el yo, Dios, etc., pueden seguir siendo postulados por nosotros, en tanto anhelemos una unidad última de sentido, pero sin que perdamos jamás de vista que tienen un carácter de supuestos ordenadores o reguladores de la razón o el poder (¡Uf! más metáforas).
Así las cosas, se vuelve necesario replantear nuevamente las preguntas iniciales:
¿Qué es lo propio de nuestro afán literario, si todo lo que hemos escrito sobre la realidad, el hombre y su historia o Dios puede ser considerado literatura y ficción?
Y por otro lado: ¿Por qué elegir la creación de éstas ristras y no otras? ¿Por qué el cuento en vez de la poesía? ¿La novela en vez de la dramaturgia? ¿Por qué el absurdo en vez de la épica? ¿Por qué la parodia en vez de la tragedia? ¿El verso libre en vez de la sextina?
Valentina Carrozzi Reyes : Mementovivere
Santiago de Chile
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