Estaba en su lecho de muerte. La abuela lo había dado todo y se había hecho una experta en las artes de fingir, para que ninguno de sus tres maridos tuviera queja de ella. Había sido muy buena madre y aún mejor con sus nietos. Era el pilar de la numerosa familia que el día de hoy se hallaba presente asistiendo a las últimas horas de esa gran señora. Con las pocas ganas que le quedaba, la mujer desahuciada les hizo saber que deseaba estar sola, y cuando ya lo logro, inició un ritual que nunca en su vida, ya por la moral, ya por el machismo reinante, ya por ignorancia, se había permitido hacer. Por primera vez en su vida se encontró con su clítoris, y a pesar de su inexperiencia, después de un cierto tiempo logró llevar el ritmo. Preocupados por el absoluto silencio, toda la familia entró, y se toparon con toda un cuerpo totalmente inerte y una satisfacción en el rostro como nunca nadie se la vio en vida. Fue la niña de cinco años, la menor del grupo, la que se dio cuenta que aquella señora, por primera vez en sus ciento treinta y cinco años de vida en este mundo, pudo llegar al orgasmo.