Entonces, al tiempo que sentía crujir la tierra bajo mis pies,
dirigí mis ojos lentamente hacia el cielo.
Al compás de una música extraña y perfecta,
vi como miles de luciérnagas de maravillosos colores,
se estrechaban, fundían y separaban en la mas virtuosa de las danzas.
Era la única sinfonía posible.
Con alegre sorpresa sentí en mi cuerpo, como el frío de julio, mi dolor y mi angustia
quedaban apresados bajo mis zapatos.
Y allí quedé, largo tiempo, observando como el más privilegiado de los espectadores, el más admirable de los espectáculos.
Hasta que las lágrimas de mis ojos se secaron.
Entonces, sobre mi cabeza, la danza concluyó.
Imponente, majestuosa, una estrella brillaba en el cielo.
Era Alfa del Centauro, el principio.
Siempre.