Sólo una vez estuvo en Cartagena. En la estación del ferrocarril, la primera persona con la que habló le dijo: Yo soy mastieno.
Me contaba mi amigo que es horrible llegar a un lugar y que alguien te reciba así.
Ante el gesto de extrañeza de mi amigo, el otro habló.
-No pretenderá que sea cartaginés -dijo.
Mire, señor, yo no pretendo nada. He llegado en el tren y pensé que usted me iba a ayudar con las maletas, le dijo mi amigo.
-Se confunde, los mastienos no nos hemos dedicado nunca a llevar maletas –dijo el otro.
Las maletas descansaban en el andén y ya todos los demás pasajeros se habían ido, me contó mi amigo. Me quedé frente al mastieno sin saber lo que eso significaba y sin pensar ni por un momento que aquel sujeto pudiera ser cartaginés. Aunque mi amigo se dedica solamente a arreglar lámparas eléctricas y de pilas, sí sabía algo de la historia de Cartago y sus habitantes, por eso es que no se le ocurrió que aquel hombre pudiera ser realmente cartaginés, aunque sí pensó que por ser Cartagena el nombre de la ciudad, aquel individuo pudiera haberle dicho que era cartaginés, pero no mastieno que le sonaba raro y desconocido.
El caso es, me dijo mi amigo, que un instante después el mastieno desapareció, como por encanto, y me quedé solo en el andén; sólo con mis maletas que tuve que cargar una a una pues no podía cargar las tres al mismo tiempo. Hasta que llegué al bar de la estación, me senté a una mesa, pedí un café con leche y traté de serenarme pues no entendía nada sobre la aparición y desaparición del mencionado mastieno. Cuando se me volvió a acercar el viejo camarero le pregunté.
-¿Usted conoce a uno que anda por ahí y que dice que es mastieno, que no es cartaginés y que no carga maletas?
El viejo camarero llamó a otro más joven y a una chica de falda corta que servía también las mesas. ¡Otra vez! –les dijo- El señor ha visto a otro. Le ha dicho que era mastieno, que no era cartaginés y que no cargaba maletas. ¡Ya me tienen harto!
La chica, que llevaba una bandeja llena de panes dulces, le dijo, palmeándole la espalda con la otra mano.
-No se sulfure, don Bartolo. Ya sabe usted que todavía quedan algunos y que se aparecen cuando les da la gana en la estación.
-Pero eso no es normal –insistió el viejo camarero. ¡De verdad que me tienen harto!
Podrás entender, me dijo mi amigo, que yo estaba ahora más confundido que al principio. Así que le pregunté al camarero joven si sabía quienes eran los mastienos.
-Dicen que fueron antiguos pobladores de la costa meridional desde Cartagena hasta el estrecho de Gibraltar -contestó.
-¿Pero se aparecen de pronto así como así? –dije.
Sí, me respondió el camarero joven, así. Los tres me dejaron solo con mi café con leche y todavía escuché al camarero viejo que rezongaba: ¡Pero mira que tiene cojones!
A mi amigo se lo llevaron del café directamente a Alicante. Esta mañana lo visité en el psiquiátrico. No me lo dejaron ver. Le dejé una bolsita de palomitas.
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