(Poción)
Como si la amarillenta ponzoña hubiera alcanzado los más profundos y débiles tentáculos de sus raíces, quemándolas sin compasión en combustión brusca de enroscados zarcillos, para abrirse paso primero por los estrechos filamentos, luego uniéndose consigo misma en veloz avenida desembocando en más antiguos conductos, que no tienen capacidad para oponerse a tan ácida reacción, subiendo en vertiginosas curvas, hacia el tronco superficial, y derramándose por las ramas en distribución fractal, hasta las hojas, los capullos las yemas y los pétalos de las flores, provocando una inmediata languidez, un cambio del verde al amarillo y al negro, y la caída de la entera planta, arrastrada por el peso ya muerto y reseco de lo que fueran verdes tallos, tronchándose por su débil mitad, así mismo el altivo edificio humano, breves instantes antes joven, y alegre, se dobló por su tronco entre estertores de líquido marrón bilioso.
Cayó hincado de rodillas un instante, las manos oprimiendo su estómago ardiente, inclinó la cabeza, tensando el cuello, mostrando los apretados dientes, las comisuras babeantes y los ojos ocultos tras los párpados, y éstos tras el entrecejo fruncido en síntoma de insoportable dolor.
Luego, al tiempo que los impotentes brazos pierden toda su potencia y se abren en cruz, la frente, desprotegida, choca, rebotando un momento, con un eco sordo, sobre el mármol del enlosado, hasta que la mejilla derecha, aún caliente, se funde con el frío.
Y el resto del cuerpo, aún en posición fetal, se inclina hasta derrumbarse dislocando el hombro derecho y dibujando una escultura de imposible vida real.
Apenas un único y corto gemido pudo ser oído.
Mudo testigo, a la espalda del despojo humano, el reloj de ébano, impasible, tras un leve crujido del mecanismo, inicia cadencioso su secuencia.
Siete veces el martillo golpea la campana tubular.
Aún vibrando el último toque, la leve brisa que ondulaba la seda de las cortinas desde el jardín, se encuentra con un seco chorro opuesto, calculadamente dirigido, que golpea las delicadas puertas del ventanal, y el jardín queda irremediablemente aislado del salón, desde el exterior, al deslizarse la falleba recientemente lubricada, a favor de la gravedad.
Sobre la casi vacía copa de cristal tallado, se repite cientos de veces un reflejo titilante sobre la cabeza inerte, provocado por el movimiento, primero lento, después nervioso, del pomo de la puerta.
Una voz grita inútilmente el nombre del muerto, mientras la puerta intenta ser forzada.
Al cabo, entre astillas, la desencajada puerta muestra la escena a los recién llegados espectadores.
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