Hoy, como una extraña coincidencia mi tío Benito y mi tía Inés han partido. La sensación de la muerte siempre es sobrecogedora. Ellos nunca se conocieron, quizás, pero queda la impresión que ahora si se conocerán.
Más allá de todo entendimiento la simpleza de la muerte es igual a la simpleza de la vida. Mientras recibía la llamada que sabía tendría que venir en cualquier momento, mi pequeña hija adivinó casi como una premonición su contenido y se arrodilló en su cama para rezar por el tío. En ese instante la abracé para tomar de ella un milagro tan natural como su inocencia y no pude evitar sentir que no cabría en mis brazos; que se expandía y crecía sin limites, como la expresión de la vida hecha realidad, esquiva, tan uniforme, tan igual, tan justa. A veces escribo que la muerte es como una bendición porque de una plumada nos convierte en seres iguales, no importa como ocurra ni quienes seamos, aveces siento que la equidad de esta existencia es tan evidente, que más allá de todo robo nadie podrá llevarse ni un ápice de polvo, ni una molécula del más preciado metal. Todo volverá a las manos de Dios. Entonces me lleno de preguntas esparcidas como el polen de muchas flores y creo que las respuestas corren por ríos subterráneos. Cuánto hay que escarbar para encontrar una sola verdad. Toda una vida puede no ser suficiente. Toda una vida es tanto y tan poco.
Como nunca, la necesidad de hacer útil la vida parece marcar la diferencia de la indiferencia entre las personas. Tantas sensaciones no pueden aflorar como algo único, las ideas llegan y se van como los respiros: nací al amanecer y muero esta noche, mi cuerpo es como un overol de trabajo, mi alma es inmortal, soy el sentido del mundo, soy un pensamiento de Dios. Pero por sobre todo soy una conciencia que decide y que camina buscando un horizonte puro, diáfano como el primer día de todos los infinitos días.
Les tengo un aviso: al final la muerte perderá, cuando ya no quede nadie (con vida) ¿no será esa la muerte de la muerte?
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