No puede haber duda razonable al respecto de cuál será el oficio más grato y feliz de todos. Es el de kioskero de periódicos. No hablo del pieandante canillita, sino del puestero de diarios, el que reside en esos pintorescos cuartos de lata verde ubicado por regla general en las esquinas.
Para empezar la sanamente envidiosa enumeración de sus virtudes debe señalarse que es un oficio en que se tiene certeza de la venta: se sabe cuánto se va a vender. Todo el mundo compra diarios. Y los que no se venden, se devuelven a la empresa. Notable ventaja frente a otras actividades mercantiles, en las que abunda el azar comercial, y el vendedor debe prender a cada santo una vela afin de verle el rostro a un cliente que quiera comprar algo.
Segunda ventaja nada desestimable es sin duda es material con el que trabajan. El desatendido no advertirá la inigualable ventaja de comerciar con diarios. O advertirá torpemente que ella consta en estar siempre bien informado y por diversas fuentes. La ventaja que aventaja a todo oficio es que ninguna noticia se les hace relevante. Si el diariero se viese hiperinformado por su trabajo – como el lector pretendió insinuar – no sería extraño escuchar a estos hombres hablando todo el día de política, futbol, economía y demás asuntos publicables. Por el contrario, esto es poco habitual. La noticia es papel, mercancía. Y todas son pasajeras, cambiantes, volátiles, y por tanto, irrelevantes. La venta de periódicos es entonces el trabajo más feliz puesto que consta de una renovación y cambio permanente, análoga a una primavera perpetua, construida con desgracias que alegremente el diariero sabe desatender, legándolas al agitado comprador.