¡Fue bonita la conversación de anoche!.
Recuerdo que la iniciamos por el comentario que te hice acerca de lo mucho que me había emocionado la relación de la Valentina con su amiga desahuciada. Me emocionó leer que en su preocupación por el frustrado matrimonio religioso de su amiga, había un profundo ejercicio de bondad.
Lo lógico, entre nosotros, los terrenales, es sufrir por el amigo que está muriendo sólo en la medida en que nos deja solos. Queremos que viva el mayor tiempo posible con nosotros.
Estimamos, casi siempre erróneamente, que su bienestar está en que permanezca aquí, sin importar lo que él defina como su propio bienestar.
Pero, me alcanza el corazón, sufrir por algo que significa un bienestar para el otro y no para sí, y que incluso para sí pudiera ser una pretensión ridícula o, al menos, de infinita menor prioridad que otras nociones, más sensatas y objetivas, -pensamos egoístamente nosotros-. Eso, remueve mis neuronas y sus cables, tanto como las venas que las conectan con el corazón.
Uf!!!. Recuerdo que te comenté, también, que acompañé un día a una amiga a un asunto absolutamente desagradable para mí. Recuerdo que ella me dijo: “no tienes para qué acompañarme a algo que no te gusta!”.
Yo pensé “si la acompaño siempre sólo a lo que a mí me gusta, entonces no la estoy acompañando a nada”. ¿Dónde está la gracia? ¿dónde el cariño, dónde la diferencia y dónde la entrega? Si la acompaño con lo que me gusta, estoy haciendo lo que me beneficia y si eso genera externalidad positiva, mejor aún. Es la tan vulgar teoría del chorreo. Si soy buena, que los otros recojan las migajas de mi bondad. No, la gracia está en acompañarla también en aquello que no me gusta o me parece de infinita menor prioridad que otras situaciones, sólo en eso puede descansar una noción legítima de dignidad y respeto a la de los otros.
Su amiga – la de Valentina - definió que lo más sagrado para su bienestar era contraer matrimonio religioso antes de morir. Sus familiares y amigos deben estar llorando por su inminente partida. Valentina, en cambio, sufre por la frustración de su deseo.
Recuerdo que dijiste, correctamente en mi opinión, que es ese el sentido de la afirmación: “Dar hasta que duela”. Dar aquello que nos cuesta y no nos sobra. Y aunque no puedo sino reconocer la infinita verdad de tu síntesis, igual que Recabarren con el Padre Hurtado- debo corregirte al señalar que, dar es, por sobretodo, compartir. Dar es siempre un modo de no tener demasiado. Dar como modo de compartir lo mucho o poco que tenemos.
No puedo sino concordar contigo en eso que todos los sistemas cometen errores. Indiscutible. Pero el comunista, al menos, reconoce, como ciencia o intuición, la profunda noción de igualdad. El comunista concibe el sistema en situación de igualdad. Importa poco, para estos efectos, determinar la calidad de la prestación. El cuento es que es igual la buena o mala educación, la buena o mala salud, la buena o mala justicia.
El sistema comunista puro no reconoce las leyes positivas de la herencia. No cree que la propiedad pueda adquirirse por el sólo hecho de nacer y apellidarse de tal o cual forma. No cree que el individuo deba nacer con nada que no se deba a su sólo esfuerzo. Y entonces, el sistema comunista no cree que todos sean iguales. El sistema comunista cree que todos nacen iguales. Y en esa igualdad, por supuesto son distintos: hay unos buenos y unos malos, unos lindos y feos, unos inteligentes y torpes, y también prostitutas y delincuentes, y felices e infelices. Traidores y fieles. Ningún sistema puede concederte un deseo. El sistema sólo puede otorgar la oportunidad de alcanzarlo. De que al menos tengas iguales posibilidades de lograrlo.
En consecuencia, sólo en esa medida de justicia, puedo sentirme representada con tu idea de igualdad. Sólo en esa concepción, puedo sentirme como una igual cuando estoy contigo.
Justamente, es ese contexto de igualdad el que permite, legitima, reprocha y aplaude, las manifestaciones de diferencia que resultan tan evidentes entre tú y yo.
Probablemente sea el signo, el día de nacimiento y el lugar lo único que poseamos como medianamente parecido. No no, somos súper distintos. Pero esta diferencia, habita en terreno de igualdad. Es una diferencia que no quita ni pone. Que no nos hace ni más ni menos, sólo distintos. La diferencia es aquí sólo una variable nominal, no admite definición aritmética ni tampoco conmutativa. Porque para los capitalistas, la igualdad y la justicia es siempre sinónimo de conmutatividad, de conceptos numéricamente iguales.
Nuestra igualdad no se siente representada por las matemáticas. Nuestra igualdad guarda relación, volviendo al principio, con la necesidad de dar. Eso de compartir, eso de no tener demasiado. Demasiado mucho o demasiado poco. Eso que nos obliga a compartir.
Eso que nos obliga a reconocer que la autonomía del otro es más sagrada que la Biblia. Que son los anhelos del otro, esos que al otro hacen bien, los que movilizan nuestro corazón dadivoso, eso que debemos defender y promover. Ojalá ofrecer la vida para que ese otro pueda cumplir con los designios de su propia noción de bienestar. De su propia necesidad de salud, afecto o trascendencia.
El reconocimiento de esa diferencia, que anida en el seno de la igualdad, resta en el individuo del individualismo. Pero en la relación del comunista, la diferencia que anida ahí, sólo puede sumar. Sólo puede avanzar en calidad y justicia.
La maravilla dialéctica nos ofrece la conclusión perfecta: el problema no es ni el objeto ni el sujeto sino la relación que se establece entre ambos. Es esa relación, es ese movimiento, el que produce síntesis y con ello, verdad. Porque como te lo dije hace algún tiempo, las personas vivimos de relaciones y no de personas. Y amamos relaciones y no personas y odiamos relaciones y no personas.
La diferencia suma en la relación y resta en el individuo.
¡Que este nido ofrezca iguales posibilidades de manifestar, sin represión, esa diferencia, es también, entonces, un ejercicio de dar y compartir!. Y si esa diferencia nos hace reír o llorar, bendecir o blasfemar, querer u odiar, recordaremos entonces que sólo eso que nos hace iguales permitió la recíproca dignidad del otro.
Hubiese querido anoche, pasar la noche entera acariciando tu pelo.
Tal vez el gesto pretendía decir que tu tan curiosa inocencia me produce profunda ternura.
Quería decirte que te quiero por todo lo que compartes y no por lo que eres.
O, mejor dicho, por lo que eres “para mí” y no lo que eres “en sí”. Por como yo te veo, como yo te siento o como soy o como veo cuando estoy contigo.
Quería decirte, ya no con palabras sino gestos,
Que me alegra sentirme tu igual,
Que todas tus evidentes diferencias me alimentan –aún las que me producen ira.
Que todo cuanto puedas aportar aquí será bienvenido. Aún en la crítica y en esa rabia que sólo puede manifestarse en condiciones de igualdad.
“Ahora que no te pido lo que me das. Ahora que no me mido con los demás”. (Eso lo dijo Joaquín).
Ahora respondo, por fin la pregunta: ¿En qué somos iguales?
En que somos comunistas. En que, y por lo mismo, no somos mercancías, no somos objetos de cálculo capitalista. No somos más ni somos menos. Ni 7 ni 10, ni 40 y 20.
¿En qué somos distintos?. En que tú eres Rubén y yo soy Alejandra. Personas conceptual, física, sexual, generacionalmente distintas. En que somos libres, libres para ser Rubén y Alejandra. Dos personas conceptual, física, sexual, generacionalmente distintas.
¿A quién habrá que agradecer la diferencia, la igualdad, el dar y compartir, el justiprecio y la autonomía en la definición del propio bienestar?. ¿A quién hay que darle las gracias?
Creo que lo mejor, es que responda el maestro. Y que lo responda con EL GRAN ANHELO: (Federico Niestzche. “Así hablo Zaratustra”. “Del gran anhelo”).
“Alma mía, te lo he dado todo,
por ti he vaciado mis manos,
Y ahora.....
Ahora tú me dices sonriendo,
llena de melancolía: ¿Quién de nosotros debe dar las gracias?
¿No es el donante el que debe estarle agradecido al que ha tenido por bien tomar?
¿No es una necesidad el dar?
¿No es una necesidad el recibir?
Pero yo, te pido que cantes alma mía.
Que cantes hasta que en lo más profundo del bosque se escuche tu gran anhelo.
Haberte dicho que cantes fue mi último deseo. Pedirte felicidad fue mi gran anhelo.
Pero ahora. Ahora te pido que cantes.
Canta alma mía, canta para mí.,
Y deja que sea yo quién te de las gracias”.
Nota de NeweN
Cuando la musa es más clara y talentosa que el poeta (yo) sólo queda llenarse de orgullo y prepararse para ser el mejor muso. Mal que mal, estamos hablando de igualdad. |