La chica del bus
Resulta curioso y extraño como funcionan los recuerdos, como nos acordamos de pasajes de nuestra infancia o juventud con toda claridad y dejamos completamente en el olvido otros, tal vez más transcendentes en nuestras vidas. Este es un relato de un suceso que quedó en un rincón de mi memoria con letras de haber dejado pasar un quizás o un hasta cuando.
Un día frío de invierno, no recuerdo bien de que año, las calles olían a ese perfume húmedo, agradable y limpio de la ciudad recién llovida, y yo, como muchos días, había estado paseando por el centro de la ciudad sin más destino que mis propios pasos y pensando en mis cosas de adolescente solitario. ¡Cómo echaba de menos ese cómplice que hiciera que mi vida cobrara algún sentido! ¡Ésas ideas compartidas! ¡Esa magia de escuchar y ser escuchado!
Ya de anochecer decidí volver a casa, me encaminé a la parada del autobús y tuve que correr unos metros para que no se fuera el que se dirigía a mi barrio, entrando de un salto por la puerta de atrás. El autobús estaba casi tan vacío como las calles a esa hora del día en que la oscuridad se hace presente en todos los rincones de la ciudad, se cerró la puerta tras de mi y el conductor arrancó y echó a andar. Solo había una chica delante de mí intentando pagar ante el cobrador, que se sentaba en la parte trasera. Arrancó con aquellos movimientos bruscos a la salida del acerado, teniéndote que agarrar fuertemente a algunas de las barras puestas a propósito para ello.
Se entabló un diálogo con la chica, más o menos de mi misma edad, que le faltaba una peseta para abonar su billete. Sin pensármelo dos veces le di la peseta, que incluso el cobrador no reclamaba, y pagué mi billete tras entrar ella, lo que siguió de una inesperada conversación. Era una chica casi rubia, muy guapa y con unos ojos que no adivino a recordar de que color eran, pero estoy seguro que me dejaron la huella de unos ojos encantadores. Tampoco recuerdo la conversación en el autobús, pero los dos charlamos y reímos como si nos encantara estar juntos. Ella se bajaba una parada antes que la mía, pero me bajé con ella para acompañarla, seguimos charlando durante tres calles hasta que yo tenía que torcer una esquina para dirigirme a mi casa, me despedí y ambos nos miramos como si hubiera algo mas que decir, pero no dijimos nada, nos separamos y cada uno se fue por su lado.
Nunca me dijo su nombre y jamás volvería a verla y tras más de veinticinco años de aquello nunca me perdonaré aquel miedo terrible a una negativa a alguna petición de volver a verla. Nunca había estado tan solo y nunca una compañía me había resultado tan agradable. Desgraciadamente para mí aquel miedo volvería a repetirse en mi vida una y otra vez, y nunca he conseguido tener la valentía de tocar a la puerta del destino para ver que había detrás… esta es una carta para aquella chica, porque no es justo que alguien se acerque a tu puerta y luego no se atreva a llamar, pues solo tantos años después entendí que se ha de pulsar el timbre y dejar que sea el propietario quien decida si quiere que entres. |