LAS HIJAS DE LA ABUELA JUANA.
Dos hermanas. Las menores de catorce mujeres.
Las conocí cuando ya maduras afrontaban su devenir a los golpes.
Anselma se llamaba la más pequeña y determinó su identidad como Selma, agregándole calidez a un apócope que hasta dignificó un decir muy pomposo para una niña pequeñita.
La mayor era una hermosísima Juana, con rasgos aindiados y una meritoria tez apenas cobriza. Portaba sus ojos negros encuadrándolos en esa mirada profunda, con un brillo casi especular que el pasar de los años volverían irremediablemente magro y sombrío.
La aridez de una provincia en la que el agua era un elemento de lujo, y el sol algo así como un calcinante agobio, determinaban que los caracteres se asumieran duros pero fundamentalmente reservados . Esto ayudaba para que ciertos asuntillos se guardaran en cajas inviolables durante años.
Hasta en las mas humildes familias los apellidos arrojaban sumisión, explotación y dobleces de toda índole.
Ambas encarnaban un impenetrable, que sospecho el resto familiar de origen acompañaba de manera indisoluble. Cada vez que intenté abordarlo, los cinco pasos avanzados en confianza se transformaban en un gradual y lento retroceso en el que me caía estrepitosamente.
Esta Juana que les cuenta, no supo o no pudo alcanzar que esa otra Juana la pusiera en algún resquicio mínimo del afecto. Selma -en cambio- mientras no osara acercarse a esos límites inabordables, demostró no sólo cariño sino también un acompañamiento invalorable frente a circunstancias que trastocan el diario acaecer de alguna manera.
Juana la chica siempre sintió que para Juana la grande no sólo no existía, sino que además si ello fuera cierto sería desechable.
Sólo se le acercó cuando nació su nieto , a él si quiso conocerlo. No a su madre y mucho menos a la mujer de su hijo. Ese era el destino imprevisible que le esperaba a Juana la chica. No obstante lo cual fue la encargada de acercarle ese regalito que ella tanto apreciaba en las dos oportunidades anuales pertinentes, su cumpleaños y paradójicamente el día de la madre.
Eso sí el encargado de entregárselo era Juan, su hijo. A Juana la chica sólo se le permitía acompañar en silencio, alguna que otra vez.
Selma y Juana la grande habían nacido en Montequemado, un austero pueblito en los límites de la provincia de Santiago del Estero con el monte chaqueño. Eran dignamente pobres, pesaba la existencia de un padre que ponía en cada árbol la señal para que la depredación no matara el bosque. Tarea sencilla y digna, si las hay. Portador de una fuerte y sólida contextura , de buen plante y fornida figura. Siempre se lo veía envuelto en el afecto silencioso de sus hijas, señal que su mujer se encargó de transmitir como la imposición de un mandato indiscutible.
Ambos marcaban desde diferentes lugares pero con la misma impronta.
Esta era la abuela Juana, la que se encargó de aderezar el recorrido de cada una de sus catorce hijas. La mayoría se mantuvo un poco más o un poco menos cerca de su conchabo santiaguino. Selma y Juana, a la que llamo la grande, pero que había heredado algo más que el nombre de la mayor, tuvieron que reportarse desde una distancia considerable ya que, en diferentes momentos, se instalaron en Buenos Aires. Quizás aprovechando su cómplice rápido despertar a la azarosa realidad , esa adaptabilidad sin objeción a los hechos tal y como se presentaran, y sin mucha bulla, fueron los determinantes de este otro señalamiento que las eligió para la búsqueda incierta en la lejanía.
Instalarse significaba buscar domicilio y trabajo, pero fundamentalmente un transcurrir lo bastante frugal como para que el envío periódico a la abuela Juana administradora del bien familiar , alcanzara para que la olla fuera suficiente para los que allí habían quedado.
Ahí , donde además había un niño y una niña, que no entendían mucho el porqué de las esporádicas visitas de sus mamás que venían de tan lejos, y que fueran sus abuelos quienes se ocupaban de su primeros cuidados, suma cierta del afecto cotidiano.
Sí, eran los hijos de Juana y de Selma.
Aunque eran muy niños, la situación se manifestaba demasiado evidente, ya que estos arribos traían el acompañamiento de algunas bonanzas traducidas en nuevas zapatillas, vestimentas bonitas y coloridas, y también algunas veces esas golosinas que no siempre eran la satisfacción de sus abuelos, quienes en esta circunstancia asumían una actitud demandante y crítica, sin sutilezas.
A Juana la grande que siempre había soñado con tener una hija mujer, le había tocado lidiar con Juanito, que en el duro decir de su mamá siempre fue Juan, los diminutivos cálidos nunca fueron su debilidad, porque además ese era un elemento que su temple no acuñaba. Una de sus frases canónicas era “los hombres no lloran”, que en su encubierto lenguaje también expresaban “yo nunca lloro”.
Selma , de carácter sumiso y más conformista, no se permitía quejarse de su Carolina, nombre que además había elegido con gusto, permitiéndose casi una provocadora felicidad , originada en dos ojitos vivaces que le sonreían con frescura. Aunque esta circunstancia no le impidió afirmarse férreamente a sus convicciones ancestrales .
Selma se había encargado inicialmente de la crianza de ambos pequeños, hasta que las cosas se pusieron complicadas y reclamada por Juana se trasladó a la ciudad.
Juanito y Carolina recuerdan su niñez enredados en las labranzas del campo guiados por sus abuelos aunque matizados también con juegos y travesuras infantiles. Aparentemente quien los acompañaba al paso era la abuela Juana, del abuelo se habla desde un lugar como prefabricado aunque de una cierta relevancia impensada. Un Juan impenetrable pero plantado en un bosque al que nunca se permitía ingresar.
Las carencias de los pueblos del norte son moneda corriente hasta nuestros días, con lo cual no es difícil entender las razones por las cuales alrededor de los nueve u ocho años, ambos niños fueron enviados, o los fueron a buscar, sus respectivas madres para vivir con ellas en la ciudad.
Esta historia esta llena de zonas oscuras, así que no me pida precisiones, cada narración del sucedido tiene un matiz diferente, que necesariamente lo lleva a uno a imaginar para rellenar huecos. Hágalo usted también porque no tengo demasiados datos, sólo sospechas y esas no se las puedo contar.
Carolina se casó muy joven y tuvo dos hijos, vivieron todos juntos mucho tiempo. La humilde pero firme casita de Selma servía de abrigo para todos, un techo en el que se preferían los veranos para ventilarse un poco del sin remedio aglomerado.
Selma crió a otro niño que no se sabía bien de quién era, pero que se le daba el respetuoso tratamiento de primo de sangre. La realidad es que más que tres primos se asemejaban a tres hermanos.
Un detalle obvio pero sin olvido, Juanito y Carolina fueron inscriptos con el apellido de sus mamás.
Se inventaron Juanes sin ton ni son.
Juana la grande tuvo un poco más de suerte que Selma, por lo menos desde la superficie de las apariencias. Tenía un trabajo en el que era muy bien considerada, según sus dichos, aunque los dadores no dejaban de ser y tratarla como lo único que eran : los patrones. Conoció un hombre con el que se casó y del que sospecho por los gestos, y las expresiones observadas en algunas fotos, pues no lo conocí, alcanzó a hacerla muy feliz. Expresión que nunca pude ratificar cara a cara.
Alfonso era muy buscavidas y gran trabajador, con lo cual siempre tuvieron una casa muy amplia y confortable donde vivir, aunque no propia. La generosidad a mano suelta era el despliegue de su hombría. Eso sí nunca previó que algún día podía estar ausente, todo lo que ganaba lo disfrutaba. Había concretado el carpe diem sin saber ni siquiera que existía una manera de caratularlo.
Fue una vez casada con Alfonso, que Juana la grande, se animó a traer a su hijo. Juanito según sus dichos nunca quiso a Alfonso. Más que eso, sostenía que lo detestaba y que siempre había despreciado su generosidad. A sueltas vistas puede que esto sea comprensiblemente cierto.
Ese fue el momento del arribo de Juanito y Carolina para convivir con sus mamás. Bah.., es una manera de decir , a Juanito -en realidad- lo mandaron pupilo a un colegio de curas, de Carolina nada se dice , pero probablemente le hubieran destinado las labores caseras mientras ambas hermanas trabajaban.
Juana la grande, hacía alarde de sus aparentes bonanzas invitando a los parientes a pasar temporadas en la amplia casa que habían instalado con Alfonso. Esto resignificó la circunstancia de que Selma comenzara a desear tener su independencia, quizás más carenciada pero propia. Y lo logró, aunque no se descarta que su hermana la hubiera ayudado de alguna manera.
Sospecho que Selma transmitió a su hija los datos certeros que obviamente encerraban el persistente mandato de silencio.
Juana la grande en cambio, habló con una suma de imprecisiones imponiéndole a un pequeño y desconcertado niño de nueve años el apellido del hombre que amaba. Esto provocó que entre ellos se abriera una brecha resbaladiza de reproches, cargos y descargos, que ni siquiera la muerte de Alfonso logró zanjar.
Juana la chica que fue despuntando la tela cuando el traje ya estaba terminado, teje y desteje todas las tramas posibles para entender su mínima circunstancia.
Juan porque ya no se lo puede llamar Juanito, suma tanta demanda a la vida, que ella no puede contenerla, no sólo porque no se siente capaz, sino también porque no puede cargar con un misterio que además no le permite a Juan vivir en paz con su sombra.
A Juana la grande se la llevó un infarto sorpresivo , a Selma una larga enfermedad, la abuela Juana y el abuelo Juan hacia rato que habían dejado la batuta a buen resguardo.
Nominalizar Juan a ese abuelo no termina de cerrar la satisfacción de quien les cuenta, porque pareciera colorear una identidad que no le corresponde, porque pareciera que no le calza. Es de quien menos se sabe, pero de quien más se habla en un entrelazado de confusas fotos en negativo.
Los rastros hacen las suyas sin saber por qué y las cicatrices marcan la historia que se inició hace muchos años, allá lejos en el norte de una región que paradójicamente fuera cuna de una independencia, vaya a saber para quién.
Silvia Haydeé García López
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