No ha sido difícil, después de todo. En realidad tendría que decir que ha sido fácil. Unos
pesos a la dueña de la pensión, y estoy instalada en la piecita de al lado, que es una mugre
y es oscura, pero no esperaba otra cosa. O quizá no esperaba nada, solamente dar con la
pensión en la que vive el pendejo y esperar a que llegue.
Hay un silencio húmedo que moja las paredes. Hay un ropero inmundo, oscuro, no hay otro
espejo que el del baño. Del otro lado, nada. Otro silencio, casi puedo adivinar otra oscuridad,
otras paredes húmedas, otro ropero que adelanta el cuerpo sucio sobre el piso gastado.
El tiempo pesa, se arrastra, se alarga como una mano enorme y viscosa, y yo siento dentro
del pecho una náusea aguda que se sube a mi garganta.
Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, empiezo a estudiar cada pedazo
de habitación: detrás del ropero, asoma la punta de un picaporte. El ropero vacío no es tan
pesado. Hay una puerta clausurada. Hay una cerradura sin llave. Es amplia, miro por ella sin ver,
porque la otra habitación también está a oscuras.
He arrimado una silla. Me he sentado a esperar. Vigilo la cerradura.
Se oye una puerta que se abre. Una luz amarilla entra por la cerradura, y puedo verlo, pero
lo veo en el encuadre pequeño, que focaliza la cama. Lo veo llegar, jeans gastados y pelo largo.
El muy hijo de puta. Tengo que apretar los dientes, algo tengo que morder. La sangre, una
llamarada, un batir acelerado golpeando mi frente.
Ahora sale de los límites de mi visión. Cuando vuelve, se sienta sobre la cama, en la que
apoya las cosas que trae en las manos. Comienza un rito que sólo he visto en películas, el pelo
me impide verle bien la cara. Después sí, se echa el pelo hacia atrás y se inclina para aspirar
el polvo blanco. Mis manos son dos garras apretando la cartera, porque es como si viera de
nuevo a mi hija. Todavía al lado de él. Todavía viva.
Tengo las lágrimas, dos raíces que me empiezan en la garganta. No pueden salir a desparramar el dolor por mi cara, algo más fuerte las sujeta.
A través de la cerradura, lo tengo en la mira. Y cuando digo lo tengo en la mira, estoy
sacando el arma, de la cartera. Estoy quitando el seguro. Estoy masticando la muerte. No voy
a necesitar mirarlo a los ojos para saber si tiene miedo o asombro (no sabe quién soy). No me
importa tampoco que lo sepa. Me va a bastar con hundirle todas las balas del cargador en la
cara y en el vientre.
Y aún muerto. Aún con la cara destruida y el vientre abierto en sangre. Me pregunto qué voy
a hacer después con el odio que me estará sobrando.
|