AMOR EN DOS
Por Omar Barsotti
En la primaria Nº 62 llevábamos una vida tranquila. Sin mayores problemas. Día tras día acudíamos a clases con alegría, toda la que se puede disponer en la escuela, donde está algo retaceada por los “deberes” y las obsesiones disciplinarias en las que, fatalmente, con el desgaste, recaen los maestros. En aquellas épocas, en el primario, la mayoría de los docentes eran mujeres; así que, en cierta medida, nuestras vidas estaban perfectamente contenidas por el elemento femenino, en distintas versiones y estados de conservación, cuyas diferencias iniciales habían sido limadas por los avatares de la profesión elaborando un mismo tipo entre condescendiente, gritón y afectuoso. Pero de esto último siempre nos damos cuenta demasiado tarde.
Mientras tanto, nosotros, monstruosamente inaguantables, las enfrentábamos con todos los abusos propios de una edad en la que se cree que las mujeres están obligadas a asistirnos y soportarnos. Y, obviamente, a mantener a nuestro alrededor un silente cerco de protección, perfectamente manufacturado y aromatizado por el maquillaje, las pastillas de menta, el espliego, el almidón Colman y el indefinible, y leve pero provocativo, perfume del lápiz labial.
En tal clima, y siendo así las cosas, no es de extrañar que la aparición de la Srta. Clarisa, una mañana de invierno, fuera como el glorioso romper de un amanecer, preanunciando la llegada de la primavera envuelta en las últimas nieblas y escarchas estrelladas, con sonidos de trompetas y cuerdas entre las nubes, y el tañido de campanas provenientes de brumosos y lejanos valles encantados, o cualquier otro escenario similar que Hollywood pueda proveer al módico precio de taquilla.
Recuerdo que estábamos Mario, José , Roberto y yo, en un rincón especialmente siniestro del patio, exclusivo punto de reunión de lo más selecto del quinto y el sexto. Observábamos, con desdén, a las parvadas de grados inferiores que mantenían vivo un constante, único e interminable grito, desatado como la explosión de un dique cediendo a la presión de la masa acuática, al anuncio del recreo, y agostado al odiado campanazo del retorno a las aulas. Ambos hechos sucediendo con la misma incomprensible celeridad.
Alrededor de la zona prohibida, las mujeres paseaban en grupos, haciéndose las importantes, adoptando poses cinematográficas y dirigiéndonos miradas de desprecio por estar tan absoluta y remotamente lejos de parecernos a sus actores preferidos; quienes eran, siempre, a nuestro leal saber y entender, despreciablemente románticos, blandos, tiernos, débiles y bobos y si nos preguntaban, bastante maricones. Si para atraer a las mujeres, se requería semejante sacrificio de la hombría, preferíamos morir anacoretas.
Las maestras, durante este intervalo a su condena y martirio, se reunían en una salita cuyas puertas daban al patio. Dejaban una hoja abierta para espiar los movimientos de aquella marea monstruosa, que constituía su principal preocupación en la vida, mientras sorbían, extendiendo trompitas de mariposas, unos cafecitos demasiado calientes .De ser posible, engullían bollitos y facturas que contribuían a desarrollar, con el tiempo, portentosas redondeces, apenas contenidas por los guardapolvos, y que son tan apreciadas por los alumnos más pequeños. En una corridita, una tras otra, iban y volvían del baño, aprovechando para poner orden en algún grupo especialmente revoltoso, subirle las medias a los más pequeños y arreglarle el moño a esa pavota a la que siempre se lo desataban. Sobre nosotros, todas ellas, echaban inexorablemente una mirada de resignación e impotencia reservada para los irredimibles condenados sin perdón.
Justo en ese momento, en que intercambiábamos puchos de cigarrillos, celosamente guardados en cajas de cerillas, hubo un movimiento en la salita que atisbé por el rabillo del ojo y me hizo llevar preventivamente las manos a los bolsillos. No giré inmediatamente para no revelarme sospechosamente alarmado. Me llamó la atención la exclamación de José, pero, sobre todo, la forma en que Roberto exhaló el aire y Mario gimió. Me di vuelta intentando entender esas inusuales manifestaciones y quedé paralizado. Por algo, en el área maldita se había congelado el sonido y suspendido todo movimiento:
Ahí a la puerta de la salita, rodeada por las maestras, brillaba una aparición celestial con rostro de ángel enmarcado por una rubia cascada de hebras de oro, todo montado como una joya en un cuerpo etéreo del cual emanaba un aura luminosa. Automáticamente solté los puchos en los bolsillos de mi guardapolvos y me quede alelado, en estado de estupor y posiblemente con la misma cara de desdicha que veía en mis compañeros.
La señorita Clarisa se sumó al plantel de maestras aquel mismo día. Y, su singular presencia obró como un catalizador que cambió, en un instante, la calidad del conjunto. Hasta la maestra de música recobró su oído y sus solos sonaban ahora hermosos y armónicos, mientras que la vicedirectora dejaba de lucir como un tyranosaurius rex, y su amenazante sonrisa adquiría un brillo bello y gentil.
“La Clarisa”, cambio nuestras vidas. El solo pensar en decepcionarla y obligarla a retarnos nos juramentaba en el mantenimiento del orden y la limpieza. Las madres notaron que los guardapolvos volvían menos sucios, pero, a la vez, sus usuarios exigían mayor blancura y una buena dosis del Colman del que antes renegábamos uniformemente como símbolo de la deleznable condición de chupamedias..
Las niñas sufrieron un ataque colectivo de celos pero, al fin, prevaleció la sabiduría femenina y se sumaron al enemigo de manera tal que, en los recreos, permanecían a su lado estorbando o colaborando - según de que lado se mirara - en el control de los animalitos de primero y segundo grado, a cargo de quienes estaba la Srta. Clarisa.
Los varones de tercero y cuarto que, como todo el mundo sabe, se adscriben a un estado intermedio amorfo, insensible y probablemente subhumano, no sentían ni frío ni calor por la “Nueva” y sólo exhibían un aceptable grado de disciplina para no comerse los coscorrones que, sin discriminar les suministrábamos los de quinto y sexto cuando se ponían pesados. En cuanto a las damitas de esta etapa escolar percibieron de inmediato hacia donde soplaba la moda y adhirieron a la mayoría femenina, en bloque y sin debate.
Durante varios meses, mientras el fin del año lectivo se aproximaba a su fin y el verano a su comienzo, se instaló en nuestra escuela una tranquilidad que, para un observador exterior no tenía explicación y para las maestras era un milagro.
Mario y Roberto rondaron hasta que finalmente lograron acomodarse en el círculo áulico de la Srta. Clarisa. Se ofrecían para mandados, aportaban aparatosas manzanas y estaban siempre a mano para ordenar los arrebatos del rebaño: un par de perros ovejeros con guardapolvos y sabañones, y la mano derecha en el pecho conteniendo los latidos sobresaltados de sus corazones o lo que fuere que tuvieran instalado ahí.
Sin embargo, tal coincidencia en sus preferencias no los unía. Por el contrario, los había empujado a un estado de sordo encono que se manifestaba cuando estaban fuera de los efluvios angelicales de la Sta. Cecilia. En ocasiones José y yo nos veíamos obligados a separarlos.
Pero, fuera de esta silente enemistad, todo lo demás era como el fluir suave de un arroyuelo de aguas cristalinas.¿Quién podría haber imaginado que en el próximo recodo se aproximaban las violencias desatadas de una catarata?.
Y llegó. Aquel era un día luminoso, con un firmamento infinito que se expandía, sin la más mínima molécula de impureza, sobre todos los horizontes y el infinito cenit. Día hermoso, brillante, placentero, y hasta tonificante. Pero inoportuno.
Para lo que sucedería después habría sido preciso un cielo abarrotado de nubes desgarradas por ráfagas violentas y relámpagos monstruosos, y surcado por grumos de negros nubarrones arrastrados como sucias galeras malditas a través de un mar de montañas demolidas y revueltas por la fuerza de los temblores demoníacos del centro de la tierra. Pero no, lo que teníamos era un sol resplandeciente convirtiendo al mundo en un planeta de juguetes pintados y barnizados, poblado por seres mágicos extraídos de portarretratos.
¿Cómo pudo la Sta. Clarisa hacernos eso?. Traicionar nuestra confianza, destrozar nuestra fe, despreciar nuestro amor, pisotear nuestro corazón. ¿Cómo, cuándo y donde, pudo convertirse en la Sra. de Sánchez?. ¿Cómo pudo aquel cuerpo angelical engendrar tal pareja de monstruos?. Y aquí la imaginación nos sobrecogía cuando pensábamos cómo, ese cuerpo adorado, aquel rostro beatífico y su hermosa aura, habían sido entregados a la insaciable bárbara impudicia de un macho peludo y traspirado.
No teníamos explicación, pero las pruebas estaban presentes. La Srta. Clarisa no era Srta. Ni tampoco soltera, era casada y su cuerpo que creíamos virginal y sagrado había engendrado dos pequeños animales que en ese momento correteaban alrededor de ella en el patio mientras las otras maestras trataban de cazarlos para enchastrarles los rostros con espesos besos de labiales corridos..
A pesar de que la ahora Sra. Clarisa seguía siendo hermosa, ya no era lo mismo. Mario y Roberto sufrieron otra transformación que no puedo definir y que aumentó su mutua hostilidad manifestada en constantes riñas. Así se terminaron los inmaculados guardapolvos almidonados, la prolijidad y los modales de cortesanos. Fue el fin de una era. El ocaso de un reinado, la caída de un imperio.
Nadie entendía porque se peleaban salvo, probablemente José y yo que lo sospechábamos.. El tema, de todas formas no fue pasado por alto y motivó llamadas de atención y penitencias hasta que las madres fueron convocadas por la maestra y la directora.
Obsérvese adicionalmente esta circunstancia que viene a servir de mayor prueba a lo que afirmamos al principio : Los padres no fueron citados. El elemento femenino que dominaba nuestras vidas no consideraba que nuestros progenitores varones, por más necesario que resultasen para engendrarnos, fueran confiables para las actuales circunstancias.
La madre de Roberto, con algo de universitaria, argumentó que las hormonas eran las responsables de este comportamiento y agregó una serie de teorías más o menos destiladas de las concienzudas conversaciones en las mesas de los bares vecinos a la facultad.; la de Mario, ama de casa de pura estirpe barrial, destinada y consagrada desde la más tierna adolescencia a servir domésticamente a su familia, se limitó a sostener que seguramente ambos andaban “ loqueando” con las chinitas.
Ambos argumentos, hasta cierto punto convergentes y verdaderos, fueron aceptados por el tribunal femenino y los dos culpables, relevados de toda culpabilidad, quedaron frente al mundo cómo dos enfermos transitorios y convalecientes, lo que nos confirmó en la sospecha de que la concepción femenina del amor nada tiene que ver con la nuestra. Y sí, en todo caso estaban enfermos, pero enfermos de amor. Pero eso lo confirmaríamos mucho tiempo después.
La Escuela Primaria nos quedó chica. Luego se hundió como una nave en el horizonte, en un mar que nos tragaba, zarandeaba, maltrataba y confundía dejando de nuestras vidas anteriores solo unos recuerdos vagos flotando como derrelictos a la deriva.
José se recibió de bioquímico e, imprevistamente, se hizo cargo del bar de su padre cuando esté enfermó. José iba camino de ser un buen profesional, pero el cambio no le afectó. Al contrario, le gustaba la idea y la nueva profesión, opinaba que le se le daba más por mezclar bebidas que hacer análisis de orina. Le cambió el aspecto al bar, lo modernizó manteniendo el look de antigüedad y con esta flagrante paradoja atrajo a una clientela de gustos erráticos pero dominantes y se encontró, inopinadamente, con un negocio brillante con el que se enriquecía inexorablemente.
Mario y Roberto se recibieron de abogados y ambos se asociaron al padre del segundo llevando adelante un estudio muy prestigioso. Yo, por último, con mi título de Contador intenté abrirme paso por mi cuenta y, al final, los dos me rescataron de la marisma sumándome como parte del estudio, lo que fue mi salvación.
La Escuela no nos olvidó. Al festejarse un aniversario de su fundación nos invitaron a la gran fiesta que culminó en un acto en el patio central.
Entramos un poco acobardados y, siguiendo la antigua costumbre, uno al lado del otro como corderos asustados. Ninguno de nosotros la había vuelto a pisar desde que termináramos sexto grado y pasado a la secundaria. El patio nos pareció pequeño, como si lo hubieran reducido. Los árboles que había en el fondo habían desaparecido y el pequeño terreno en donde se implantaban había sido sustituido por feas baldosas calcáreas aplastadas por el sol. Las maestras salían en ese momento de su caverna privada y comenzaban a acomodar a los niños para el acto final.
Mario y Roberto suspiraron al unísono y José y yo los miramos incrédulos. Sí, mezclada con las demás, la Srta. Clarisa procedía a ordenar un tercer grado. Estaba igual.
Mario lo hizo notar.
- Es una niña, Mario .- le aclaró José – cuando vino a esta escuela tendría 22 años por lo tanto ahora no pasa los treinta y cinco- aprobó para si el cálculo y agregó : Hermosa edad para la mujer.
- Está buena, la guacha – aclaró Roberto con los ojos brillantes.
- ¡ Carajo, viejo! – clamó Mario – vos no respetás nada.
Sin duda, Clarisa era ahora algo distinta, pero inconfundible; sólo que, con un poco más de carne y sin esa levedad de ángel, se la veía ahora como una mujer muy atractiva. No hubo otros comentarios.
La visión de una Clarisa casi en estado original me alegró la mañana. De pronto, comprendí que yo no estaba tan viejo como me creía y esa obviedad me hizo dar cuenta de que aún me quedaban muchos años por delante. Quise compartir estos sentimientos con mis amigos pero no tuve éxito. Tan sólo José me palmeó las espaldas con una sonrisa comprensiva y superior, como si hubiera estado, todos esos años, esperando de que yo le encontrara el agujero al mate.
La fiesta trascurrió amable y ruidosa. Algunas maestras nos reconocieron y nosotros fuimos a saludarlas. La animosidad entre Mario y Roberto nos inhibió de ir a saludar a la Srta. Clarisa pero ella vino hacia nosotros y nos estampó un beso a cada uno en la mejilla como si aún cursáramos el primario. A Roberto se le iluminaron los ojos con un brillo que yo llamaría lujurioso, mientras que a Mario se le escapó un suspiro que casi levantó el polvo del patio. José y yo nos miramos admirados. La Srta. Clarisa nos dio un poco de lata, aprobó todo lo actuado con nuestras vidas y, con nuevos sendos besos, se alejó reclamada por su grey que estaba leudándose a un puro estado de caos. A Mario y a Roberto tuvimos que empujarlos hacia la salida.
Nos quedamos un poco pasmados en la vereda brillante de sol, no sabíamos bien para donde tomar. La ida a la escuela nos había desconcertado. En ese momento José tuvo la feliz idea de invitarnos a tomar una copa en su boliche. Era temprano, estaríamos solos y festejaríamos no sé que cosa por alguna razón que no importaba.
Llegamos después de una corta caminata. Roberto y Mario venían retrasados unos metros atrás. José abrió y me hizo pasar, nos dirigimos a la barra.
De pronto oímos un estrépito en la entrada, Mario y Roberto se estaban empujando. Contra la luz cegadora de la calle les adivinábamos los rostros contraídos por la ira y los improperios. Se lanzaron uno contra el otro. No eran ya dos niños crecidos atropellándose, eran dos adultos grandes y pesados y eso le dio a la escena un aire grotesco.
Mario se desplazó contra unas sillas que se tambalearon y cayeron con estrépito. Se enderezó y marchó contra Roberto con la determinación de un tren expreso . Chocaron con un ruido sordo, entrelazándose. Lo vi claro mientras acudía hacia ellos, no se pegaban. A esta edad habría sido una afrenta difícil de superar; no querían perderse. Pese a la violencia me tranquilicé. Sentí la respiración de José que venía tras mi, maldiciendo.
En ese instante sentí como si la escena se congelaba. Vi los rostros de los peleadores retrotraídos a cuando eran los compañeros de la zona maldita del patio. Los vi como los había visto durante todo aquel fatídico y hermoso e inolvidable año de la aparición de Clarisa: los rostros de dos niños debatiéndose con la vida que los empujaba a crecer con un impulso al que ellos- todos nosotros- resistíamos a la vez que lo deseábamos, renuentes de abandonar el sagrado recinto de la niñez y con miedo y ansias de lanzarnos a la intemperie, hacia otros rumbos y temidos peligros y descubrimientos. Entonces comprendí que ambos, Mario y Roberto, estaban enamorados de la misma mujer desde dos ángulos opuestos y sin embargo componentes inseparables de una unidad. Mario conservaba la imagen primaria de una Clarisa núbil, etérea y hermosa hasta la exasperación y Roberto había estado todos esos años deseando tomar a esa flagrante hembra con el impulso no menos primario del macho.
Y esto los había enfrentado hasta el día de hoy, en que la visión había retornado, casi mágicamente, en el bosque aún sin explorar de sus vidas y hecho explotar la contradicción demostrando que no lo era. Ambos, ahora, podían descubrir con asombro y repugnancia su propias emociones en las del otro. Dos caras de una misma moneda : ilusión y pasión, los elementales componentes del amor, divididos en dos personas distintas.
José me sobrepasó portando un amansa locos que tenía debajo del mostrador como medida de prevención. En todos esos años seguramente nunca pensó que debería usarlos contra sus mejores amigos. Lo hizo con discreción, en la justa medida. Los cráneos sonaron con los duros coscorrones y los peleadores se apartaron quejándose. Nos quedamos los cuatro formando un cuadro. José se volvió hacia el mostrador. Lo seguimos, esquivando mesas volcadas y sillas con las patas al aire. Mario y Roberto observaban avergonzados y se demoraban intentando restablecer el orden quebrado por su intemperancia.
Desde detrás de la barra José nos pasó unas cervezas y, apenas destapadas las apartó y puso cuatro vasos de whisky, trajo hielo, una botella del mejor y sirvió sin retaceo.
Los peleadores, acodados uno junto al otro con el cabello revuelto y los sacos arrugados, tomaron sus vasos, agitaron los hielos con tintineos y simultáneamente tomaron un gran trago sin mirarse.
José los espió un buen rato . Observé que no era una mera contemplación. Si bien el rostro de José tenía un rictus sardónico que le era característico, había en la mirada un descubrimiento, como un padre que ve a su hijo por primera vez con pantalones largos.. Se volvió hacia mi y sonrío, señalando a los contendientes con un movimiento de hombros. Ambos se encogieron avergonzados al tiempo que José reprimía la risa y me decía :
- ¡Aún están enamorados estos dos zopencos!
- No te burles – rezongó Mario sin mucha convicción..
José borró la risa y dejó en su cara un rastro de bonhomía al tiempo que, desde el fondo del vaso empinado, aclaraba:
- No me burlo...los envidio.
FIN
Omar Barsotti – 12- 2003
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