“El acuerdo cumplido”
Mientras el médico me explicaba, con incómoda sutileza, que apenas me quedaban dos o tres meses de vida, dejé que mi vista se perdiera a través de la ventana. La Plaza España estaba plétora de vida; los chicos jugaban al sol, las señoras paseaban a sus perros y los jubilados leían los diarios del día que, con total seguridad, nada informarían acerca de la imposible empresa que me había propuesto realizar desde el momento (ya lejano) en que me diagnosticaron mi enfermedad.
Le agradecí al médico su sinceridad y me fui a la playa pensando en que el proceso de la muerte ya se había iniciado en mí y que eso era trivial e inevitable. No sentía tristeza, sino melancolía por todo lo que me vería obligado a dejar, como si mi siguiente destino fuera el exilio y no el cementerio. Caminando por las poco pobladas arenas de La perla, me dije: “Está bien que me den esta noticia en un día tan hermoso como este, en pleno otoño y a pleno sol”. En vano quise recordar donde había leído que una persona que, como yo, sabía que iba a morir, pensaba en que había puertas que ya no abriría y amigos a quienes ya no volvería a ver jamás.
Durante las primeras semanas mi vida fue absolutamente normal, exceptuando los cada vez más frecuentes ataques de tos, nada modifiqué y a nadie permití que modificara mi deliciosa rutina de paseos frente al mar, de caminatas al sol, de saborear delicados tes en la Confitería Nautical. Sé que todos creyeron ver en mi actitud una negación de mi muerte o un principio de demencia. La realidad era distinta; yo sabía que no moriría tan pronto, que podía derrotar al cáncer. Yo sabía que era superior a ese ser que crecía y se desarrollaba dentro de mi cuerpo, ¿no era yo él que lo alimentaba y él que le daba la vida? “De alguna manera” pensé “uno es el Dios de sus propias enfermedades".
Alrededor de los veinte días de diagnosticada mi muerte, los accesos de tos se hicieron menos frecuentes hasta que, al final, cesaron. A los cuarenta días me invadió una sensación de profundo bienestar y decidí visitar al médico. Se sorprendió del buen estado de mi salud, pero se ofreció recetarme paliativos y calmantes para el periodo crítico de mi enfermedad que, me aseguró, no tardaría en declararse.
-No doctor –le dije no sin cierta soberbia-, no siento dolor. Vengo a decirle que he derrotado a la muerte, por lo menos, momentáneamente. Usted no creerá lo que le digo, pero el cáncer y yo hemos llegado a un acuerdo: el tomará todo lo que desee de mi cuerpo, pero no tocará mi alma, eso me mantendrá vivo. Meses me costó (empecé con el primer examen hace ya tanto tiempo) pero al final comprendió que mi muerte es también la suya.
Sé que me creyó loco, que pensó que lo que decía era causado por algún desequilibrio mental provocado por la inminencia de mi muerte o por alguna sustancia tóxica que pudiera estar despidiendo mi parasitario huésped. No lo culpo, los médicos son personas extremadamente sensibles y orgullosas, incapaces de aceptar cualquier cosa que contradiga a su imperfecta ciencia (basta con que exista un solo enfermo que no puedan curar para demostrar la imperfección de sus conocimientos).
Un año después fui a visitarlo nuevamente. No pudo contenerse y me gritó que era absolutamente imposible que estuviera vivo. Me acusó (contra todo el respeto que merece un paciente y un enfermo) de haber fraguado los análisis para burlarme de él o para iniciarle un juicio por mala praxis. Por toda respuesta tiré, con desdén, los estudios realizados esa misma mañana. Los analizó con detenimiento y se negó a creer lo que veía: mi cuerpo era un enorme tejido canceroso a excepción de una pequeña célula de cada órgano vital. Tomé los estudios y, antes de irme, le expliqué con desprecio:
-Hace un año, usted me creyó loco, pensó que deliraba. Ahora se niega a aceptar lo que otros colegas suyos opinan y usted mismo está viendo. El cáncer cumplió el acuerdo; las células que aún no tomó son los puntos en que cuerpo y alma se unen, donde radica el maravilloso secreto de la vida que ninguna ciencia puede explicar, pero yo si. Se lo diré: esas células actúan como nexo entre el alma (principio vital) y el cuerpo (mero recipiente), cuando no funcionan adecuadamente, hacen que el alma se separe y el cuerpo muera. Sé que el muy goloso pronto tomará lo que nos queda de vida, pero no puedo culparlo, es su naturaleza. De cualquier manera, ya no me importa.
A MujerDiosa, en muestra de sincero afecto. |