LA ESQUINA DEL DIARIERO
Encima, ahora venís vos y me preguntás, con tu acento de kurepa, estas cosas ¿Qué me importa a mí responderte o no? Me molesta que con tus preguntas me obligues a recordar que andaba haciendo algunos trámites para la empresa; recordar que, entre la gente que iba y venía por el centro, yo era un ordenanza más, un esclavo más (ahora soy esta cosa inefable); recordar que había venido del interior no hacía mucho, que no conocía Asunción y andaba perdido por ahí, con la carpeta de fotocopias, tan absurdas como yo y como esta vida, recorriendo todas las calles, buscando un ministerio público; recordar que totalmente desorientado vine a parar a la esquina de Perú y España, a preguntarle al diariero dónde quedaba ese lugar y él ni se molestó en responderme, y me fui puteando a encontrar el lugar por mi cuenta, para, después de varias vueltas, volver a caer en la esquina de Perú y España, a contemplar otra vez la monotonía de las rejas de la Embajada Argentina, la misma cara estúpida del diariero; a padecer el mismo calor agobiante de ese lugar donde siempre son las once y media de la mañana; y aquí me quedé un rato sentado, en el puesto del diariero, observando que no tenía más que una decena de revistas viejísimas, un desteñido póster de una mujer mostrando el culo, una mesita amarilla y sucia, frente a la cual el diariero se sentaba para hacerle a la gente las jugadas de la quiniela, y un tereré que me animé a probar una vez: estaba caliente y tenía gusto a aceite. La cara del diariero me daba asco; de tanto estar expuesta al calor y al humo denso de los colectivos, era brillante y negra, y arrugada como un escroto.
Yo insistía en preguntarle la dirección que andaba buscando y no me respondía nada. Salí entonces a buscar otra vez ese lugar, preguntando a todo el que se me cruzaba, y llegué finalmente a ese ministerio. Como había mucha gente haciendo cola, eran las once y media y hacía mucho calor, fui a buscar algún copetín o cualquier lugar donde me vendieran una ensalada de frutas y en esa búsqueda vine a parar a la esquina del diariero. Me dio mucha bronca y tomé un colectivo cualquiera, que me llevó por unos barrios tenebrosos de calles estrechas y horriblemente adoquinadas, de casas pequeñas y apretadas, pozos y más pozos por todas partes que hacían tambalear al colectivo cuyo chofer se empeñaba en ir cada vez más rápido. Decidí bajarme y caminé hasta llegar a una avenida, seguí por la avenida y termine otra vez frente a la Embajada Argentina. Corrí, realmente aterrado, hacia la avenida Mariscal López que está a unas cuadras de aquí, y busqué algún colectivo que me llevara a la Terminal. Me subí al 31 y cuando llegué a la Terminal subí a otro que me llevaba al interior. Por el camino, se hizo de noche y me quedé dormido hasta que me despertó un fuerte bocinazo que me hizo caer del banquito en el que estaba sentado, junto al diariero que, sin mirarme, torcía el rostro en una arrugada sonrisa burlona. Me acomodé otra vez en el banquito y me quedé mirando los colectivos que pasaban por Perú, llenos de gente que seguramente tenía hambre igual que yo, porque, como siempre, eran las once y media de la mañana.
En una ocasión vi que alguien desde un vehículo llamaba al diariero y éste no le hacía caso. Tomé un diario y se lo llevé. Me quedé con la plata que me dio (no sé para qué). Otra persona me pidió también el diario y fui a llevárselo. Encontré en el puesto del diariero una chaquetilla negra y roja y me la puse para que la gente supiera que yo le podía acercar el diario. Cada vez que se ponía el semáforo en rojo, iba y repartía algunos diarios entre los autos y me quedaba, mientras esperaba otra vez el semáforo, tomando mi propio tereré (había encontrado una jarra de plástico en el puesto y me conseguí, hurgando entre las cosas que había ahí, una guampa y una bombilla).
Ya hace mucho tiempo de esto. Recuerdo que hubo un momento en el que tuve de nuevo ganas de irme de aquí; pero ya no me acordaba qué era lo que andaba haciendo ni adónde iba.
Una vez noté que, junto al banquito donde me sentaba yo, había otro banquito, lo empecé a utilizar para apoyar en él mi jarra; hasta que llegaste vos, con tu acento de kurepa, y ocupaste mi banquito. Encima, me hacés estas preguntas sobre dónde queda no sé que lugar porque que andás haciendo los papeles para tu cédula. ¿A mi qué me importa responderte? Todo esto que pienso, ni te lo pienso decir ¡Dejá de molestar!
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