Era el aciano más viejo, más de cien (100) años tenía, es más, por allí había pasado hace nuchísimo tiempo, sabía que mucha edad tenía.
Caminaba por las calles, observando a todo el mundo y aunque muchos pensaban que estaba loco, cual si fuera poco, él sólo miraba y aprendía todo lo que al día, el sol que nunca se escondía le mostraba desde su punta, las maravillas de las que él se unta.
Seguíanle pensamientos sin enojo, pues su buen ojo sólo le mostraba lo que las personas pensaban que aunque buenas y malas, él sin dejar de mover sus alas ya había aprendido con tantos años que había vivido, que el mundo en el que estaba, los días y las noches que pasaba eran de alegrías, tristezas y dolores que con muchos olores que en el aire se confundían, pero nunca se hundían en los casquetes de aquellos cohetes que portaban por cabezas las personas que como presas, estaban todas sujetas a las cosas de la vida, que ordinarias o infrecuentes, eran muy elocuentes que pasaran por sus mentes cosas sucias y cosas limpias que la gente ve cuando las copias en los muros de aquellas momias.
El sol observaba con su mente que despejaba los pensamientos turbios que algunos rubios permitían que entraran y que no dejaran ver las bellezas que con mucha luz muestra a los hombres lo bueno que los colores que forja el sol que ya había dicho no se esconde y que el anciano sólo caminaba, observaba, aprendía y con sabiduría enseñaba a los hombres que no andaban en el camino que el sol mostraba.
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