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Inicio / Cuenteros Locales / sacanueces / T881 LA ARAÑA

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(I)

La araña, no sé por qué oculta razón, dejó de ir para donde iba. Se fue para otro lado. Quizás, sí, su nuevo destino.
Luego de un tramo, donde parecía arribar por fin a su meta, nuevamente torcía el rumbo, casi perpendicularmente. Tal es así, qué con el impulso que traía, al hacer el viraje, los pelos del lomo y las patas quedaron torcidos señalando el antiguo curso. Su aspecto, muy visible ahora, era el de una araña punk.
Me llamó la atención el verla tan ensimismada, yendo con cierta urgencia para algún lado. También pude observar todas esa otras cosas que la fueron alejando de su destino principal, el urgente. El por el cual ella había salido, o por lo menos el que yo suponía. Esas otras cosas:… nada.
Era sin duda una araña ejecutiva, tremendamente decidida, ya que los cambios de dirección en su andar habían sido contundentes, exactos, con total determinación.
Hacía sombra, más sobre la pulcra blanquitud de la pared. Su tamaño podía asustar o impresionar a cualquier escéptico y hasta conocedor. Con sus patas abiertas , no en demasía, formaba un círculo de por lo menos quince centímetros de diámetro, o más.
Color rosa, algo atigrada en las extremidades. Cuerpo pulposo. Abdomen prominente. Patas gruesas y toda cubierta de largos pelos. Pelos ahora doblados. Como dije antes: daba el aspecto de una araña punk. Esos vellos se doblaban o erizaban de acuerdo a los movimientos de ella. Cuando frenaba, todos iban hacia delante, haciéndole un gran flequillo y cuando viraba, como ya lo mencioné: quedaban chuecos para el lado opuesto al del giro.
Hablando de giros: pude ver con detenida atención, que fueron hechos en su mayoría en ángulo recto. Vaya uno a saber el por qué.
Su altura despegada del piso, del mismo al filo del lomo, era de unos cuatro o cuatro centímetros y medio.
Su andar ¡fantástico!: caminaba como si no pesara nada. Con la suavidad y armonía de una hoja cayendo en otoño con melodía propia.


(II)


Entre sus recorridos geométricos, en uno de sus virajes, encaró hacia el cuadro del bisabuelo. Enorme pintura que sobresalía del resto, notablemente. Era uno de esos antiquísimos retratos, casi de cuerpo entero. Tenía un marco antiguo, dorado a la hoja, de medidas exageradas. Inútil ostentosidad colgada de la pared (y... cosas de familia).
La araña entró, bajo de él, por uno de los ángulos superiores.
Los cuadros en la parte de arriba se despegan de la pared: por lo general se sostienen de un alambre sujetado con clavos a los laterales del marco en lado de atrás, el que no sé ve. A una altura aproximada a los dos tercios de su longitud. Dicho alambre se encaja en otro clavo en forma de “ele” clavado a la pared, de donde se sostiene y pende el mismo. En dicha posición el marco tiende a tirarse hacia delante. Así queda separado, en la parte superior, de la pared. Lugar por donde entró la araña como mencioné antes.
El octópodo se introdujo sin tocarlo. Ahí lo perdí de vista por un buen rato. Creí que por fin había llegado a destino. Cosa que para nada fue.
Poquito tiempo después, noté que el bisabuelo se movía. Como que algo hinchaba la tela hacia fuera. La empujaba. Primero fue un hombro, luego un cachete de la cara. Cosa que me hizo tentar, casi me río a las carcajadas. Parecía tener una inflamación brutal, como la de una muela repodrida. Luego se desplazo hacia la garganta dejándolo con un bocio pronunciado. Así llego al pecho, mejor dicho a la altura de una de las tetillas, dejándole un único busto muy pronunciado. Menos mal que no había nadie de la familia cerca. De haber estado alguna de mis tías, de seguro hubiese cubierto el lienzo con algún trapo. No fuese cosa que alguien dudase de la virilidad del susodicho. Siguió por el vientre, digo siguió el montículo. Pasó de una cadera a la otra hasta caer y detenerse justo ahí. ¡Sí, ahí te digo! El machismo pudo más, el mío aclaro, y para mis adentros susurré: ¡Potrazo el tatara!. Después anduvo jugando de rodilla en rodilla.
El cuadro había adquirido un leve temblor de oleaje. Hacía ruido contra la pared. Murmullo desparejo, como un mar indeciso, pero tenaz. Se movía. La pintura se movía, el bisabuelo se movía. De no haber visto entrar el animalejo, daba la sensación que su fantasma estaba despierto. Que nos quería decir algo. No sé, algún secreto de antaño. Quizás donde había ocultado algo que no imaginábamos. Juro que de no haber visto cómo era la situación real, hubiese defendido a rajatabla la presencia viva de un espíritu. Y eso que en nada de ello creo.


(III)


Un: “toc” fue su último sonido. Y fue cuando el marco golpeó contra la pared al caer del lomo de la araña. Cuando por fin, ella salió.
Había pasado un tiempo largo hasta que ella decidió aparecer por el extremo inferior. –Recién mencioné -.
Lo que era de esperar, ni bien se dejó ver, giró bruscamente. Como de costumbre en ángulo recto. Sus pelos pasaron de chatos, había sido peinada con peinado achatado por el filo del marco al salir. Sus pelos habían pasado de chatos -decía -a chatos con dirección perpendicular a como estaban.
Decidida y con movimientos veloces, casi diría que neuróticos, hizo un pequeño tramo a la carrera. Alocada carrera que detuvo en seco. Nuevamente los pelos cambiaron de posición. Ahora a un flequillo totalmente desprolijo.
No creo que haya sido por mí el motivo de su brusca frenada. Si bien no estaba muy lejos, permanecía estático como el resto del mobiliario.
Creo que fue la presencia inconfundible de un insecto. No cualquiera de ellos, una cucaracha de vastas dimensiones. Ostentaba unos ocho centímetros, más o menos, de largo, por ... unos dos o dos y medio centímetros de ancho. -¡Flor de cucaracha!-
Lustroso al máximo lucía su lomo cobrizo. Sus largas antenas las movía como si fueran cañas de pescar truchas con la línea extendida hacia lo muy lejos. Indistintamente exploraba con una u otra el terreno.
No creo que ella, la cucaracha digo, se hubiese percatado de tremenda amenaza. Y si se había percatado, vaya a uno a saber por cual oculta razón se quedó quieta. Quizás fue su instinto suicida. Ya que, a pesar de parecer torpe y pesada, comparativamente, la araña, en milésimas de segundo la agarró, o se dejó agarrar.
Con dos de sus largas, fuertes y peludas patas sostuvo la cucaracha. Pude ver cómo con su deforme boca, primero clavándole lo que parecían ser unos filosos colmillos, le arrancaba la cabeza. Cosa – la cabeza- que en segundos desapareció. Quedaron apenas unos pobres vestigios de unas largas antenas.
La araña sostenía en alto el cuerpo decapitado de la cucaracha. Aún las patas de esta se movían intentando no sé que prodigioso escape.
A decir verdad, todo esto me pareció algo macabro. En un principio lo justifiqué diciendo que era parte del orden natural. Pero al verle la cara que puso una y otra... Primero la de la cucaracha, como de desesperación. Parecía pedir disculpas por haber estado justo ahí. La otra, la de la araña, de maldad. -¡No me vas a hacer creer que estos octópodos almuerzan tarde, qué tenía hambre! -.
-Como te decía – me pareció algo macabro, más por esta cuestión de haberles visto las caras. Sobretodo la de la araña. Comprendí que mataba por matar, por mísero gusto. Lo reafirmó su actitud despectiva, ya que tiró el resto del cadáver que le quedaba, por ahí no más, sobre las baldosas del comedor. Aún las patas se movían intentando algo. – Ahora que caigo en cuenta: ¡como se nota que no limpiaba el piso ella! -.
Vuelvo a intentar justificarla, no sé por qué. Quizás haya algo que me embruja, o me hipnotiza. Pienso que a lo mejor sentía mal gusto en la boca, me refiero a la araña. Quizás le masticó la cabeza sólo por eso, para quitarse ese sabor. De ser así, no es maldad, es higiene personal. Las araña, más estas enormes, son muy limpias. En fin...
Retrotrayendo: Cuando vi los dos seres, cazador y presa. Pensé que el primero llevaría su presa a su cueva, o madriguera, o telaraña. De alguna forma tuve la curiosidad de saber cómo vivía, cómo era su madriguera. Si era ordenada. Si tenía limpio. Si tenía hijos. Marido. Saber cómo era en familia. También, no ser tonto, no ponerme ni por accidente en su camino. Vi lo que puede hacer... pero se me frustró por lo ya contado.


(IV)


Después que terminó con la cucaracha. Cuando, casi, había sorteado el zócalo y parte de sus patas había asentado sobre el piso de madera. Fue cuando me miró. -¡Y qué feo me miró!- Feo, amenazante. Con todo el horror que podía poner en su mirada. Debo reconocer que me instaló miedo… ¡me dio mucho miedo!
En milésimas de segundos. Pude ver y sentir con total claridad. Su salto hacia mi rostro. Lo que me hizo retroceder un poco por las dudas. Me había corrido el temor como un hielo por la espalda, paralizándome. Llenando de erizo mi piel. Pude zafar y me moví. Lo dije antes.
A pesar del temor, pude ver: boca, patas y parte de la panza del peludo octópodo. Todo reflejado en el brilloso piso, ya que estaba muy lustrado. Lo que se podía apreciar, parecía media araña gemela, que la sostenía.
Con esa mezcla de miedo y admiración; subyugado. La vi pasar lentamente a muy corta distancia. Claro cuando a ella se le ocurrió moverse y torcer su rumbo por milésima vez. No podía quitarle los ojos de encima.-Por ahí me dio temor de ojearla o traspasarla con mi inquisidora mirada-. Como a sabiendas de eso, de mi idiotización por ella, exageró su lentitud. Cada dos o tres pasos, hacia un amague, un notable amague hacia mí. A los que casi respondía, también, dando un salto para atrás. Cosa que no llegué a hacer porque me di cuenta de su maligna actuación.
En el metro y medio que separaba la pared de donde venía y el juego de comedor. Donde estaba cerca yo. La araña repitió esta maniobra un centenar de veces. A las últimas las ignoré por completo.
Me había percatado que todo eso lo hacía para asustar, que era teatro, circo. Que en realidad tenía mucho más miedo que yo.
Ahí mismo fue donde me di cuenta que de alguna forma nos habíamos comunicado. Que estábamos comunicados. Lo sentía adentro. Había una suerte de telepatía que nos vinculaba fuertemente. Ella entendió, evidentemente, que le había descubierto el jueguito. Hasta me dio la impresión de verla sonreír. Sin darme cuenta había sucedido, mágicamente se generó el puente del entendimiento. Hasta me atrevería a decir: -el alucinante puente de los afectos-.
De verla un ser terrorífico y bestial. A uno: -suave, melancólico, sensible y cariñoso-.



(V)



Cuando caí en cuenta, ella, ya paseaba de un brazo al otro. Y al pasar por encima de mi cara, la misma desaparecía, casi totalmente, bajo su cuerpo peludo. Ahí se podía apreciar su tamaño real. Me cubría toda la faz. Y las orejas también. Me quedaba la sensación de estar tras una enorme reja pelífera.
Me encantó sentirla sobre mi nariz. Pasaba su barriguita re peluda, haciéndome cosquillas. Cosa que por ahí me hacía estornudar. Ante eso, ella, daba un saltito como pidiendo disculpas, pero se volvía a apoyar para sobarse. Le encantaba refregarse contra uno con cierta fuerza. El color de la pancita era un tono más claro que el lomo. Claro ahí no le daba el sol.
Cuando le acariciaba el lomo. O se lo soplaba a contra pelo. Ella, juntaba sus patitas hasta quedar hecho un bollito de suaves pelos. Mucho más delicada que un ovillo de lana de vicuña. -¡Qué primura, cómo le gustaba la franela grosa!- Aclaro que el bollito suavecito, tenía el tamaño de una pelota de fútbol número dos, más o menos.
Desde ese entonces andaba conmigo. Fuimos haciendo una profunda amistad. De comedida, ella, no dejó insecto alguno. También varios ratones más grandes que ella exterminó. De comedida, nada más.
Comprendió cuando varias veces le pedí que se escondiera. En el círculo de amistades que me frecuentaba, no eran, lo que se pueda decir, muy afectos a los octópodos, por más que uno les jurara que son inofensivos o por su belleza física y su impactante color rosado.
En alguna oportunidad, por esas visitas que llegan de improviso, tuve que taparla con un almohadón, ya que ella, la araña, estaba justo sobre el sofá. Con tan mala suerte que la visitante fue a sentarse sobre ese almohadón. –¡De no creer! –la araña se quedó quietita, sin emitir el menor sonido, casi te diría que sin respirar. Cuando por fin se fue la causante de tal improperio, para ella(¿cómo no sentir un insulto el que le pongan el culo sobre el lomo?), fui corriendo a sacarla debajo del almohadón, esperando encontrar alguna tragedia... –no sé por qué -. Pero nada, estaba rozagante, lo único que los pelos le habían quedado achatados, como peinada raya al medio con gomina. Era guapa y fuerte la loca, había aguantado estoicamente los noventa y pico de quilos de la gorda. La gorda: la inesperada visita que se le sentó encima, -te lo recordaba -.



(VI)


Fuimos disfrutando y creando una sociedad muy comprometida entre los dos. Sólo nosotros dos.
Por las tardecitas cuando el calor amenguaba. Me solía echar en la reposera a la sombra de la galería. Así podía disfrutar del verde, de las brisas y los sonidos de los pájaros. Pájaros que aquí había en cantidades y que a esa hora se iban apagando suave y lentamente como el sol.
Ella venía y se desparramaba sobre mi falda, entrando en un estado de éxtasis. Casi parecía en estado de coma. Tanto se relajaba, que sus patas parecían unos fideos rosas de gran tamaño, tirados sobre mí. Y ahí quedábamos los dos largo tiempo.
A veces cuando me quería entrar, antes de que el fresco molestase, costaba despertarla, sacarla del trance. La solía sacudir y nada. La alzaba y quedaba como un calamar o una medusa colgando. Sus extremidades caían desprolijamente totalmente relajadas, espantosamente flojas como tentáculos babosos.
Curioso, lo que te conté me trae a la memoria cuando ella andaba con forma de cubo. Digo: cubo con patas. Una de esas tardecitas de la que ya mencioné, al salir apurado y no poderla despertar, no tuve la mejor idea que la de dejarla, así flojita, en una caja de galletas. Al otro día recién me di cuenta, al no encontrarla. Cuando la fui a buscar vi con cierto pavor que ella no podía salir por sus propios medios. Al despertarse, al tomar nuevamente consistencia el cuerpo, otrora flácido, copió el interior del receptáculo. Quedando así, prácticamente inmóvil. Rompí la caja, la única forma que ella pudiera salir. Estuvo cómo una semana con esa forma, la de cubo con patas.
Más allá de estas pequeñeces, anécdotas de familia, la relación se fue estrechando. Después de un largo tiempo aceptó mostrarme su covacha, -mal dicho-, ya que en realidad tenía un hogar hermoso y acogedor. Totalmente ordenado.
Vivía en el corazón de una añeja mora, seca, que tenía en el fondo de mi terruño. Más de una vez supe tener la tentación de hacerla leña. Menos mal qué no lo hice, -¡mirá el desastre que le hubiese hecho!-
Reconozco que me costó subir a la mora. Allá arriba, pude meter la cabeza y parte del cuerpo en el hueco. Me había dado a entender que ese espacio era la sala de recepción, vendría a ser el living o el star nuestro. Dijo tener, aparte de la cocina, la despensa y la sala de juegos, como cincuenta cuartos para sus hijas. Era muy prolifera. Lugares que no pude llegar a conocer. Obviamente por mi tamaño desproporcionado.
Reitero: lo que había podido apreciar estaba muy limpio. Ni polvo, ni resto de insectos u otros cadáveres... -¡realmente impecable!-. Hasta tenía el lugar un aro más que agradable, algo que embriagaba, que seducía, que lo atraía, como en lugar mágico, alucinante.


(VII)


Se mudó a la casa; digo, a la mía. Trajo pocos o casi nada de bártulos. Apenas una telaraña muy antigua, color rosa viejo. Se la había heredado su abuela o bisabuela, -me había comentado -, tenía algo más de cien años, tal antigüedad.
Se instaló en el respaldar de la cama, de mi cama matrimonial. Por lo general, cuando me acostaba, ella siempre venía. Venía y se acurrucaba entre el mentón y la clavícula en ese ángulo del cuello. Ahí se dormía muy calma, muy calma. Parecía que mi temperatura o la textura de mi piel o no sé qué, le diera una paz tremenda. Paz a la altura del más soberbio de los dioses dormilones. Nada la podía sacar de lo que parecía ser un trance magistral. Podía levantarme, correrla o usarla. Como que la había usado más de una vez como sobre-almohada. -¡Ja, era como tener un peluche tibio bajo la cara!-
Aprendió muchas cosas. Por ejemplo: cortándole el palo a un escobillón y haciéndole un pequeño arnés al artefacto con pelos, ella barría. Lo hacía muy rápido y prolijo. Desde ese descubrimiento la casa cambió. Los pisos de madera relucían. Eso si, nada de pasar el estropajo o baldear. El agua le daba pavura. Pero encerar le encantaba, ya que se la pasaba jugando a: “Patinando por un sueño”.
Aprendió, también, a poner y sacar los cubiertos de la mesa, los vasos, los platos. Solía ponerse cosas sobre el lomo, sosteniéndolas con dos de sus ocho patas y de a saltos grandes, pasaba del comedor a la pileta de la cocina en un santiamén.
Lógicamente que los platos los lavaba yo. Ella podía, por ahí, si tenía ganas, secarme algunas cositas. Se daba mucha maña para ayudarme a tender las camas y para otros menesteres también. Realmente era muy hogareña, ama de casa. Muy colaboradora y servicial. Solía, hasta traerme un whisky cuando me veía desparramado en el sillón.
Aprendió rápidamente a manejar la computadora. Escribía a la velocidad de un rayo, impresionaba. Cosa que me facilito enormemente la tarea de escritor. Si había algo que me molestaba de mi oficio, era eso: estar horas escribiendo en la computadora.
La contra partida a tanta bondades, es que me tuve que ocupar de darle el sustento: Es decir que mucho de mi tiempo lo dedique a cazar insectos y hasta algunos animalejos, como: ratoncitos, pequeños pajaritos, pollitos y demás cosillas por el estilo. Su paladar se fue refinando, ya que tuve que conseguirle polluelos de faisán, cobayos, ratitas blancas de laboratorio y otra variedad de insectos sofisticados: cascarudos de Indonesia, gusanos de seda de Tailandia... En fin. Pero a pesar de ello, siempre nos pusimos de acuerdo.
Las compras las hacía yo. Pero a cada producto, ella, debía darme el visto bueno. Siempre venía conmigo en uno de mis bolsillos. Desde ahí espiaba y con sus patas, de acuerdo a la cantidad de golpes, era un bueno o no. Tenía un ojo exigente y delicado. También para los precios, para nada me dejaba derrochar.
La compra de los huevos, siempre fue un problema. El problema era la cantidad. Compraba de por lo menos diez docenas por vuelta y si eran de codorniz, podían a llegar a ser hasta cuarenta docenas. Eran para ella, todos para ella, le enloquecían. Pero gracias a eso me gané el mote de “Huevón” en el barrio.


(VIII)


Me gustaba esta relación, esta suerte de extraño matrimonio. Casi te diría, qué como ama de casa era ideal. Pero me fue sumergiendo en una enorme soledad.
De echo que no me aceptó pareja alguna. Las pocas mujeres por las cuales pude tener alguna atracción, ella se ocupó de intimidarlas severamente. Más de una vez tuve que llevarlas a internar presas de ataques de nervios. Lógicamente ninguna regresó.
Poco a poco a ella le fue molestando todo. Música clásica la aborrecía, a Charly García decía de él que era un idiota drogadicto, que la Mercedes Sosa una gorda que gritaba. Para ella todo era Chévere, la Mona o Tinelli en la televisión, o los Palmeras y todo tipo de cuarteto de tercera. Griteríos estúpidos, que para mí eran espantosos. Fui llegando a tal sometimiento, que ella manejaba el televisor y el equipo de música a su antojo. Siempre con tremenda porquerías, novelas baratas o programas de la más laja lacra.
Poco a poco fue perdiendo la suavidad de sus pelos, opacándose, volviéndose amarronada. Prácticamente no se bañaba, en las tareas de la casa dejó de colaborar. Nunca más me ayudó con la computadora. Ni a barrer, ni con los platos o las tareas hogareñas. Se le dió por tomar, para males de colmo, mi güisqui . Comenzó a estar todo el día echada frente al televisor. Cuando caminaba, por lo general iba haciendo eses, de aquí para allá, por el estado permanente de embriaguez. La toleré todo lo que pude, es más traté de conseguirle un terapeuta… pero imaginaras que eso no es muy fácil. Tampoco quiso hacerse atender. Ni en el para ella, ni para el de parejas que logré conseguir. Me apenaba mucho el haberla humanizado. ¡Y qué lo hizo! tomó todas las características de una ama de casa, de una de esas mujeres, digo. Hasta le agarró pánico y depresión.
Pasó a ser una relación terrorífica. Me celaba todo el tiempo. Me cuestionaba que escribiera o si hacía alguna changa, pensaba que salía con otra, todo me lo echaba en cara con grandes escandaletes. Ya no dormía conmigo, ni si quiera en el dormitorio. Volvía por lo general, cuando lo hacía, al amanecer siguiente, en estados muy deplorables.
A mi me fue creciendo el miedo, pero por dentro sentía que mi amor era eterno. Eterno hasta el día en que me destruyó mis cuadernos y borró todos los archivos de la computadora. Archivos que contenían casi la totalidad de mis escritos, hasta un libro de cuentos que estaba a punto de publicar.
Cuando el amor se convierte en odio, sea por la razón que sea, es tremendo y terminal. Ese día, ese en especial. Ya que había intentado todo lo que un marido fiel, que amaba hasta la muerte, pudiese intentar. Que la había justificado y perdonado casi hasta lo imposible. Y que se había esforzado por mejorar la relación, casi llegando al punto de lo sumisión total; concediéndolo todo, incluso humillándome…
Ese día te decía: me levanté extraño. No puedo explicarlo; la sensación… era… No sé. No puedo explicar la sensación que vivía, pero me parece que me levanté muerto.


(IX)


No la saludé, aún no había llegado… Ni sé donde se había ido.
Volviendo a la cuestión: en ese estado extraño como el mismísimo fin del mundo, estaba en la cocina. Descuartizaba un pollo para la comida del medio día. Con una hachuela de cocinero, le rompía el espinazo al pobre plumíneo., cuando apareció. Ella apareció, la araña. Mi mujer araña.
Venía con una onda totalmente despectiva, ni me miró, menos me saludó. Siempre me saludaba refregándose contra mis piernas, esta vez me ignoró y lo hizo notar.
De un salto subió a la mesada y con dos de sus patas, me tiró el pollo a la mierda. Con una cara entre hiriente y desafiante, se paró sobre la tabla y a los gritos (acto histérico de cualquier mujer amanecida), me exigió la ratita de desayuno. Quería, no cualquiera, sino una de las blancas y rosas de laboratorio. Ratas carísimas que había comprado para reproducir y vivir de la venta de las crías.
Continuo: -eran las doce y media. No precisamente hora de desayuno, por lo que la ignoré. Ella insistía que la quería vuelta y vuelta a la plancha y sin despellejar (por lo que veía se había vuelto asquerosa).
El que la ignorara, la volvió irascible y de un salto me tomó la muñeca con mucha fuerza. Con sus ojos casi desorbitados y los colmillos amenazantes, me hizo entender que si no le preparaba el desayuno me los clavaría. De ser así duraría apenas segundos, su veneno era tremendamente letal. No me daba miedo, es más no me importaba la muerte. Vivir como lo hacía, era como estar muerto en vida. Fui con ella hasta la pecera donde tenía las ratas y fui sacando y mostrándoselas hasta que aprobó una.
Lleve la victima a la tabla de sacrificios. Parece que eso la calmó un poco, en algo se relajó. Saltó de mi muñeca a la mesada y se quedó junto a la tabla.
La pobre laucha me miraba como pidiendo piedad a la vez que su instinto de supervivencia la hacía hacer todo tipo de movimientos a los fines de poder escapar de tal triste fin.
Claro, al querer dejar la rata sobre la tabla no tenía forma de mantenerla quieta. Ya había agarrado la hachuela pero era imposible intentar cortarle la cabeza, se movía endemoniadamente. Al ver la araña, mi mujer, tal cosa; con movimientos grotescos, muy mal humorada y haciéndome notar mi inutilidad, se subió a la tabla y con dos de sus patas, tremendas patas, con mucha fuerza la agarró y me la sostuvo.
Era terrible la escena. La rata inmóvil, ya vencida, apenas si podía mirarme, me suplicaba clemencia. Se había relajado, entregado, nada podía hacer contra la brutal fuerza que la sostenía.
Ella, la araña, con su mirada terrorífica, mezcla de placer y soberbia, me hacía gestos de que me apurara, que tenía hambre.
Afilé la hachuela lentamente, quería que el golpe fuese perfecto y trozase en un solo impacto, que el animalejo no sufriera. La asi con fuerza, levante el brazo lo más alto que pude. En mis cálculos: a mayor altura, mayor impacto. Quería bajarlo con contundencia.
Los dos animalitos veían brillar el metal en lo alto y con toda la fuerza y tensión que pude darle a mi brazo, lo bajé sin asco. Atravesé el cuerpo dejándolo clavado a la tabla.
No estaba muerta. A pesar de estar atravesada vivía. Cambió su mirada. De terrorífica a la de inexplicación. A la de asombro, la de pavura. Ahí la dejé.
Lentamente, con suavidad, retiré a la rata que nada entendía, de entre las patas, ahora ya sin fuerza, de la araña.
La puse sobre mi mano y la acaricie tiernamente y ella como respondiéndome… me beso una mejilla. La había acercado a mi cara.


(X)



De ahí dos cosas sucedieron:
1) A la araña la mantuve más de diez día ahí calvada. Muchas veces la veía suplicar no se que. Solí arrimar una silla para contemplarla más de cerca. Hasta la misma rata me pidió que la sacara, pero nada. Sí, así no más de hijo de puta. Diez días la tuve ahí calvada hasta que murió. Cuando su mirada se vació por completo, cuando se llenó de muerte, con tabla y todo la tiré a la basura. También hice leña la mora y fumigué todos sus familiares… ni una dejé en el barrio. Mucho después cuando pasé el trance, me arrepentí, pero lo hecho, hecho estaba.
2) Nos enamoramos con la rata, se mudó a casa y somos una familia muy feliz.
Ah… nada pretendo de ella, sólo que sea una rata blanca y nada más.



Texto agregado el 07-10-2007, y leído por 200 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
22-11-2007 ah... muy loco, muy bueno y muy largo. Me gustó, pero si queres un consejo, cortalo en varios cuentos. 5 estrellas por loco kuroq
 
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