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EL NIÑO DEL PUERTO


La niebla envuelve los cielos del puerto, las sirenas de los barcos se dejan escuchar hasta en lo alto de los cerros. El muelle está palpitante de actividad: un gran carguero entrega poco a poco su contenido. Cuadrillas de hombres de torso desnudo, con un saco protegiendo los hombros trasladan la pesada carga que dobla sus espaldas.
Los camiones se ubican en estricta y larga fila para recibir la carga y llevarla a destino. Hábiles “guachimán” observan desde la borda las diferentes maniobras de las cuadrillas. Aduaneros y tripulantes departen mientras miran la faena.
Algo retirado, un niño observa la escena y sueña con el mar. Sueña con un mundo lejano de habla extraña, mientras sus dedos enredan un trompo que, con su larga púa hace arabescos en el duro suelo. Su mente trabaja y discurre la forma de viajar, ver aquello que a orillas del muelle escucha decir de los puertos lejanos.
Una y otra vez lanza el trompo y recoge la lienza. Está tan concentrado en sus pensamientos, que no escucha que le hablan. Desde la lejanía de sus sueños llega una voz gruesa que dice:
- Ya pus’cabrito! A jugar a otro lado. Mira que aquí
te pueden pasar a llevar...
Toma su trompo y mira con ojos tristes a quién le roba la magia y se aleja, arrastrando los pies dentro de unos zapatos que le van grandes. En su mano derecha su único tesoro, y en la otra, la pretina del pantalón que tiende a bajarse por la falta de un cinturón. Hasta hace poco tenía un cáñamo grueso, pero lo perdió al ponérselo al perro vago que una noche se escapó. Desde entonces, sus remendados pantalones se están cayendo.
Paso a paso se aleja hasta que a nadie molesta y, sobre unos bultos se sienta, observando el ir y venir de la gente del puerto.
Sueña con los ojos abiertos que llega a un puerto grande, con muchos muelles que se internan en el mar. Allí la gente se embarca por pasarelas en viajes de placer a países exóticos... él va con ellos. No se puede imaginar a sí mismo con ropas finas y elegantes, puesto que nunca las ha tenido, pero así y todo, con su chaleco de largos bolsillos y descolorida lana, arrastrando los pies, cruza la pasarela del barco y bellos botes salvavidas lo saludan. El alto radar da una vuelta completa al divisarlo. Todo es alegría a bordo. Sus grandes y obscuros ojos no se cansan de observar el movimiento que hay en él.




Los mozos del gran comedor sirven ricos pasteles, también gigantescas copas de helados, coronadas de cerezas rojas. Una orquesta entrega gratas melodías y, las cuerdas de una guitarra le hacen un guiño de bienvenida. Cansado de tanta emoción es llevado por el encargado de los camarotes hasta el que va a ocupar. Entre suaves sábanas duerme y sueña la recalada entre ruidosos remolcadores, que atracan la nave al molo. Gigantescas bitas sirven de anclas terráqueas para las largas espías; por la pasarela baja, recorre el puerto mientras la brisa inclina los árboles a su paso.
En su caminar admira los grandes edificios y la larga avenida que bordea el mar. Levanta la vista encontrando los cerros imponentes que cortan el horizonte. Le han dicho que, tras ellos, está el desierto y no logra imaginar lo que es.
Su curiosidad se ve alimentada cuando ve salir el tren, que con su rítmico sonido se dirige a esos parajes extraños. Piensa que debería ir en él y olvida el barco...
Arrullado por los ejes que suenan en cada juntura, ve desde la ventana cómo el paisaje va cambiando, a medida que el tren asciende por las laderas de las altas cumbres y, se siente arrebatado por el drástico cambio del paisaje, que del verde pasa al terroso amarillo, y la vista se pierde en la lontananza de la nada.
Todo plano, seco y uniforme lo recibe el desierto; los salares con sus cubiertas resquebrajadas de vientos y camanchacas, extienden sus brazos calientes por el fuerte sol de la pampa. Le extraña no ver aves. Lejos, muy lejos, le parece ver algo verde que no cuadra con la visión de ese paisaje. Aún así, el tren penetra insolente, con fuerza y crujidos en un pequeño valle bañado de un hilo de agua cristalina y azul, mientras altos naranjos ofrecen sus vistosos frutos.
Es un sueño, no es posible una vegetación así, pero parece tan real que su duda disipa extendiendo la mano para tocarla...
Un fuerte pitazo lo hace estremecer. La gente corre en el puerto, hay gritos y confusión. Desde los altos bultos, donde se encuentra adormecido en su ensoñación, mira intrigado lo que sucede a su alrededor. Una espía se ha cortado, pasando a llevar a toda una cuadrilla, que mal herida es ayudada por los demás trabajadores portuarios. Raudas ambulancias entran al puerto y todo se viste de blanco y rojo.
Desde el cerro corren mujeres y niños, alertados por las sirenas que avisan accidente; angustiadas se agrupan en las entradas...deseando ver sanos a sus hombres.


Pasa la primera camilla, otra y otra. Sus ojos registran el dolor y las heridas. Rostros curtidos por el sol lloran como niños, y entre ellos ve a ese grandulón que le sacó de su lugar de observación inicial... el hombre trabaja ya en otros puertos...
Por la cara del niño corren abiertas las lágrimas. Guarda su trompo y los sueños en el bolsillo; despacito, tratando de no arrastrar sus viejos zapatos sale por entre la consternada gente, con su cabeza baja y su ensoñación perdida.


(CUENTOS DE MAR Y TIERRA)





Texto agregado el 24-03-2004, y leído por 335 visitantes. (0 votos)


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