La luz de la tarde emprendía su escape mientras la tenue lluvia obligaba a los transeúntes a apresurar el paso. Alejandra trataba de caminar rápido teniendo cuidado de no tropezar –solamente yo pude olvidar traer un suéter– se recriminó en voz baja mientras se dirigía a la parada del autobús. Lo único que le faltaba era pescar un resfriado estando en exámenes finales.
Afortunadamente el camión que la dejaba a unas calles de su casa llegó casi de inmediato, así que lo abordó sin pensarlo dos veces. Estaba realmente exhausta y quien la observaba podía advertir la actitud de abandono que le provocaban todos los problemas que había padecido durante el día.
Hacía frío y el trayecto era oscuro. Alejandra veía a través de los cristales que la lluvia, ahora ya bastante intensa, seguía bañando las calles de la ciudad. Entonces se volvió a sentir presa de la melancolía, por un momento logró olvidarlo, pero a su mente regresó como un trueno el recuerdo de la discusión que justo había tenido con R, un ser que realmente era capaz de poner en shock todos sus sentidos.
El tiempo se escurría en silencio, silencio denso en el que rebotaba el eco del llanto amargo de su corazón. Su mirada había sido ya varias veces atropellada por los autos que recorrían su mismo camino.
–Es increíble la cantidad de anuncios que estoy viendo, y más aún es la clase de estúpidas aberraciones que hay en ellos. No sé cómo pretenden venderme ilusiones baratas que me harán olvidarme de mi misma– pensó Alejandra con cierto aire de enojo y desdén. Dirigió así bastante decepcionada su mirada hacia el interior del camión, ya era tiempo de ver quiénes compartían su silencioso dolor sin saberlo.
Sus ojos comenzaron a recorrer lentamente lo que había a su alrededor: asientos vacíos, un cristal roto, una pluma que rodaba de aquí para allá, según fuera el capricho de los agitados movimientos del camión –alguien debió haberla olvidado en un descuido– pensó para sí misma.
Entonces lo vio, era un hombre de aspecto humilde pero que por sus gestos al observarla le resultaba hostil. Él la miraba detenidamente –¡Maldita sea! una vez más la gente se me queda viendo con esa cara de idiota, no entiendo qué tienen en la cabeza– pensaba ella mientras trataba de ignorar la situación, aunque ocasionalmente y de reojo revisaba si el hombre seguía viéndola. Así era.
Cuando bajó del camión sentía que caminaba sin pisar. Subió por las escaleras del edificio y entró a su departamento, que a fuerza de dedicación le transmitía un ambiente cálido, aunque estuviese frío y sin nadie que la recibiera.
Tomó un baño caliente y ya más relajada se dirigió a su estudio donde antes de correr las cortinas se asomó por la ventana y pudo ver que el suelo se había abrigado con las hojas que la lluvia había hecho caer hacía un rato.
Para hacer más llevadera la melancolía que aún no la abandonaba puso una suave música de piano, algo que no le recordaba a quien le revolvía mente y corazón. Encendió un cigarro y se dispuso a continuar con el ensayo que tenía pendiente, algo le impidió concentrarse por lo que prefirió descansar un momento en el sillón. Dio una bocanada al cigarro y cerró los ojos; se acordó de cuando era una niña y jugaba con las flores caídas de la jacaranda que había en el patio donde solía jugar, mientras su abuelo la llamaba para contarle algo. –No cabe duda, lo mejor son las cosas mínimas, tan extraordinariamente felices– pensaba para sí con una voz que le resultó amable.
“No puedo pisarlas, ya me imagino el dolor de sentir sus cuerpos aplastados por mi peso” le dijo a su abuelo. Él sonrió y le explicó que si ella pisaba las hojas y las flores secas, el viento vendría después, esparciría los pedazos y se convertirían en nuevas flores con vida y color.
Entonces el corazón de cristal rojo de Alejandra se empañó, tembló y se estrelló cuando escuchó a su abuelo llamarla “mi niña hermosa”. Su mirada estaba extraviada en la nada, sin embargo esto no impidió que algunas lágrimas humedecieran el semblante de Alejandra. Deseaba que su abuelo aún estuviera con ella; se había ido como el polvo.
La música había terminado y ella no se inmutó, sus ojos continuaban cerrados. Dentro del silencio creyó escuchar el murmullo del mar y de pronto se encontró caminando por una bahía solitaria. Se sentía tan bien por no ser observada que decidió no detenerse, olvidó su dolor y se dejó llevar.
Todo y a la vez nada era real, como si alguien lo hubiese creado con hechizos sacados de una quimera de luna llena. Ahí vio a alguien a lo lejos y se le acercó. Una piedra que era mujer, una mujer que irradiaba belleza. Su tez era tan blanca que en ocasiones se confundía con la espuma del mar.
Alejandra la miraba anonadada cuando la mujer la tomó suavemente de la mano tan frágil y fresca que le pareció un elogio de caricia.
Continuaron su caminata sin hablar, no era necesario, con el sensual contacto de sus pieles se decían todo lo que había que saber sin haberse preguntado nada.
Los bermejos rayos del sol las acariciaban mientras descansaban recostadas sobre la arena. Alejandra cerró los ojos dibujando una leve sonrisa en su rostro. –Sé, aun si no tienes lugar– le susurraba al oído la mujer con una voz tan hermosa que las mismas huestes del inmaculado firmamento caían derrotadas por los celos al escucharla. Alejandra se sentía abrazada por el viento, cada poro de su piel explotaba en mil placenteras sensaciones.
“Sé, aun si no tienes lugar, sé...” sonaba como el rumor de las olas chocando contra las piedras y que como nunca antes a Alejandra le parecía una melodía extraordinaria. El sudor le recorría la piel cuando, al sentir que alguien respiraba su aliento, abrió los ojos.
Estaba sentada en el sillón de su estudio y lo que le calentaba la piel eran los primeros rayos del sol por la mañana.
Alejandra volvió a pensar en R y se acordó de la frase que aquella mujer le repetía; ya no había nada mas que pensar. Así que se levantó y tomó el auricular para llamar a R aunque ya sabía que no recibiría contestación. Sólo deseaba dejar un mensaje en la contestadora, un mensaje que al escucharlo se alojara junto con mil azahares en el ánimo de R y así siempre respirara paz.
Como su entrecortada voz se lo permitió, Alejandra lanzó al viento la frase: “Sé, aun si no tienes lugar”.
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