“La niña que vive en la calle rosada, que bella la niña, que linda su falda…” Sentí un escalofrío al escuchar esa voz. El viejo cantaba en la plaza, su perro lo miraba. Yo observé esa figura extraña, su traje raído y la talega que colgaba de su hombro. Mi corazón dio un vuelco cuando él repitió “La niña rosada, me mira la niña, con risa robada…” De pronto sin dejar de entonar la canción, estiró los brazos e hizo una pirueta. Dejó la talega en el suelo y la abrió. En un pestañeo estaba vestido de arlequín. Movía la cabeza. Daba vueltas y el sonido de los cascabeles de su sombrero se escuchaba entre los árboles como un eco. “La niña rosada, la niña robada…” Sentí miedo. Un miedo que subió por mi garganta y me dejó inmóvil. Pero qué tontería, era un pobre loco indefenso. Sólo eso. Rspiré profundo y lo enfrenté, pero mi corazón golpeaba fuerte. Se inclinó y comenzó a trajinar su talega. Sacó un mazo de cartas de un tamaño exagerado y extendiéndolas como un abanico me pidió que escogiera una y dijo: “No la mires, colócala sobre tu pecho y cierra los ojos”. No sé por qué le obedecí, no debí haberlo hecho. “La niña preciosa, la niña rosada, con ojos tristes y boca cerrada…” Sin querer me dejé envolver en su canto y algo me rasgó por dentro. Al abrir los ojos, retiró su mano de mi pecho y le escuché decir: “Ahora me perteneces”. Sin más, recogió sus cosas y se alejó batiendo su bastón. La imagen nítida del loco alejándose por el sendero se quedó prendida en mis retinas aún al despertar. Había sido un mal sueño. Sólo eso. Respiré aliviada, pero me sentí extraña, como si algo me faltara. Al acomodar mi almohada encontré la carta. Un escalofrío recorrió mi espalda. El loco con mi corazón entre sus manos sonreía.
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