La carreta recorría monótamente el bosque. Un solo caballo, que aparentaba estar cansado y aburrido, la llevaba a través de un pedregoso camino. Conduciendo iba lo que parecía ser un campesino normal, algo grande, curvado y con una capucha que le cubría casi toda su cabeza, aunque se podía observar una espesa barba blanca asomándose. Nada les había sucedido desde su partida cuando rayaba el alba, y llevaban ya tres horas de viaje. El caballo dobló hacia la derecha en una bifurcación, casi sin que el campesino se lo indique. Luego avanzó unos pocos kilometros más, hasta que un tronco que cortaba el camino lo obligó a detenerse. En ese preciso instante, cuatro hombres armados con espadas salieron del bosque.
-¡Bájate, o te mataremos, viejo inútil! -gritó el que parecía ser el líder.
El campesino obedeció, aunque no parecía asustado.
-¿Qué llevas ahí, anciano? -lo interrogó uno de los bandidos, acercándose y meciendo la espada.
-Por favor, no me hagan daño- respondió éste, curvándose aún más. Sin embargo, su voz parecía firme y sin temor, lo que contrastaba con su súplica de una manera extraña.
El bandido siguió acercándose y, de repente, cuando estaba al lado del supuesto campesino, éste desenfundó una espada que un segundo antes ninguno había visto, y lo atravesó de lado a lado, para luego retirarla con la misma velocidad con la que había entrado.
-¡Es él! -gritó, aterrorizado, uno de sus compañeros, y salió corriendo.
Arvis lo persigió, alcanzándolo rápidamente, y con un rápido movimiento le cortó la parte posterior de ambas rodillas. El bandido cayó, sollozando de dolor. Casi por instinto, Arvis se dio vuelta y desvió la estocada que el aparente líder le intentó asestar. Luego, y aprovechando el impulso de su enemigo, lo golpeó con el mango de la espada, dejándolo inconciente.
El último de los bandidos no se había movido de su lugar cuando Arvis le dirigió la mirada. El hombre contemplaba la escena, temblando, y cuando se encontró con los ojos del verdugo de su compañero, arrojó la espada al piso, se arrodilló y suplicó clemencia. Arvis caminó lentamente hacia él y lo observó. Sabía que la mayoría de los atracadores no habrían elegido esa vida de haber tenido otra posibilidad. Sabía, por las lágrimas que le recorrían el rostro, que éste pertenecía a esta mayoría. Sin embargo, también sabía que si lo dejaba ir, el hombre hablaría, y eso no era bueno para su trabajo.
-Está bien, puedes irte -le dijo compasivamente.
El bandido se levantó, con una mezcla de agradecimiento y miedo en el rostro, y se dio vuelta, dispuesto a salir corriendo. Pero no pudo hacerlo. Con precisión y sin vacilar, Arvis asestó un sablazo a la altura del cuello. El cuerpo decapitado se desplomó, y la cabeza rodó sobre las piedras. Era lo mejor que podía ofrecerle, pensó: una esperanza y una muerte rápida. Quizá no era lo mejor, incluso podía considerarse cruel, pero la visión de la espada acercándose a terminar con su vida, él creía, era peor.
El Mago caminaba nerviosamente sobre la alfombra, yendo y viniendo, con sus brazos detrás de su espalda y la mirada perdida. Lo que había descubierto superaba todos los logros de su vida juntos, y necesitaba decidir qué hacer. Cada pocos minutos, interrumpía su ida y vuelta, para leer nuevamente el pergamino, y en especial esa oración:
''Cuando su poder sobre Argon es ilimitado, el dios indica el camino hacia el primer Shi, ayudado por su leal aliado.''
Arvis terminó la rutina que seguía a la batalla y continuó el viaje. Primero había rematado a los caídos, tratando de pensar lo menos posible. A la hora de quitar vidas, y él lo sabía, la mente debe estar en blanco. Luego llevó los cuerpos al bosque, para que las fieras se encargasen de ellos. Lo lamentaba por sus familias, que no podrían darles un funeral apropiado, pero, nuevamente, era lo único que podía hacer. Enterrarlos le habría demandado demasiado tiempo y esfuerzo, además de que alguien podría encontrarlo en el acto. Finalmente limpió como pudo la sangre de su ropa y espada.
Finalizó el recorrido diario cuando el sol empezaba a caer y regresó a Argon. Sólo un atraco en todo el día, y de los ''fáciles''. Cuando su trabajo comenzó a hacerse oír, los bandidos optaron por una de tres posibilidades. La mayoría dejó de acechar los caminos circundantes a Argon, lo cual era exactamente lo que el rey quería que suceda. Unos pocos seguían, ingenuamente, haciendo lo que hacían antes. Los de ese dia eran un ejemplo de éstos. Y por último, y los menos, siguieron actuando en el mismo lugar, pero cambiaron de estrategia. En lugar de detener el vehículo y amenazar al conductor, atacaban con arcos y flechas sin previo aviso, asesinando a sangre fría a hombres y caballos por igual, para luego saquear el botín. Arvis no se había encontrado con ese tipo de amenaza todavía, y aún no había pensado cómo enfrentarlos. Por ahora, y sólo por ahora, confiaba en las pocas posibilidades de que suceda, pero tenía que hacer algo.
Entró al reino, ya sin la falsa barba. Los habitantes seguían con las actividades que él les había visto comenzar al amanecer. En cierta forma, su trabajo era mucho mejor. Al menos, si terminaba rápido, tenía el resto del día libre para entrenar. Era joven, y quería llegar lo más alto mientras pudiese. Pero ese día tenía otra prioridad.
Se dirigió al castillo a dar el informe diario a su superior. Halm, un veterano que había participado y, como se podía observar, sobrevivido, en la batalla de Derwen veinte años antes, lo recibió con la frialdad que lo caracterizaba.
-¿Informe? -preguntó, sin saludarlo.
-Fui atacado cerca de las diez de la mañana por cuatro hombres con espadas -respondió Arvis, cansado-. Despaché a los cuatro y seguí el procedimiento establecido. Fue lo único digno de mencionar que sucedió hoy.
-De acuerdo, soldado. Puede retirarse.
-Señor, antes necesito algo -dijo Arvis, esforzándose por que su voz no tiemble. Halm lo miró-. Como usted sabrá, algunos de los bandidos han cambiado su forma de actuar y--
-Quiere protección mágica- lo interrumpió.
-De ser posible, Señor.
Halm lo miró fijamente a los ojos. Arvis luchó por mantener su semblante calmo y firme.
-Está bien -dijo finalmente Halm, luego de unos segundos que Arvis sintió eternos-. Vaya a hablar con el Mago.
El ambiente en la habitación no había cambiado. Un tenso silencio invadía el lugar, interrumpido sólo por vueltas de páginas, murmullos del Mago y, entonces, golpes en la puerta. El Mago, sin mostrar reacción alguna, siguió leyendo un gran libro forrado en cuero, en cuya tapa había letras extrañas, apenas visibles.
Afuera, Arvis esperaba con paciencia. Sabía que el Mago era un hombre extremadamente ocupado, incluso se decía que, con el fin de obtener más tiempo, había hecho pactos con seres extra-terrenales para no necesitar dormir, aunque él no lo creía. Esperó un tiempo que le pareció adecuado y volvió a golpear. Silencio. Pasaron unos minutos, y Arvis no sabía qué hacer. El Mago podía matarlo sin dificultad si lo molestaba, y nadie intentaría enfrentarlo por un mero soldado. Decidió que prefería enfrentarse a una lluvia de flechas y se dispuso a irse, cuando la puerta se abrió.
-¡Pasa, y sé rápido! -Dijo una voz imponente desde el interior.
Arvis entró y observó el lugar. Todas las paredes, excepto la de la puerta, estaban tapadas completamente por estanterías con libros. Del techo colgaba una araña con velas que, podía jurar, daban más luz de lo normal.En el suelo, una alfombra hecha con la piel de un animal que no podía identificar (y del que seguramente nunca había oído hablar), y con diversos símbolos dibujados. En el centro había una larga mesa de madera, con libros a montones por toda su superficie, excepto en la parte frente a la silla, donde estaban apartados un gran libro y un pergamino. Finalmente, los ojos de Arvis se encontraron con los del Mago, que lo miraba fijamente.
-No pareces haber entendido mi orden de ''ser rápido'' -le espetó con dureza.
-Disculpe, señor. El general Halm me envió, verá--
-Protección mágica -lo interrumpió el Mago, en una forma casi idéntica a la que había hecho Halm hacía menos de media hora. Arvis comenzaba a pensar que todos podían leer su mente, y eso le molestaba.
-Sí, señor, de ser posible...
El Mago lo miró fijamente, sin pestañear. Su rostro no cambiaba en absoluto, pero podía adivinarse que estaba analizando la situación de maneras que una persona común no podría siquiera entender.
-Está bien -dijo finalmente, y luego, con un brillo en los ojos, agregó-. Pero a cambio, tendrás que hacerme un favor.
-¿Qué cosa? -preguntó Arvis, sorprendido.
-No te preocupes, no es nada difícil. Mañana, a las nueve en punto de la mañana, partirás hacia la montaña de Akhor, llevando un reloj de arena de tres horas. Tendrás que averiguar a dónde apunta su sombra cuando el reloj termine. En otras palabras, a dónde apunta a las doce del mediodía de Argon. ¿Entendido?
-Sí, señor -respondió, aún desconcertado.
-Bien. Ahora, respecto a la protección... -dijo más para sí mismo, mientras giraba y buscaba algo en un cajón. Cuando lo encontró, se dio vuelta hacia Arvis y siguió hablando- necesito sólo una cosa. Extiende tu mano.
Arvis obedeció en el acto. El Mago agarró la mano y la pinchó con lo que parecía un alfiler. Luego colocó una pequeña copa bajo la herida para que la sangre caiga allí, y después de que unas cuantas gotas cayeron, la retiró.
-Eso es todo. Mañana te daré el reloj. No te preocupes por tu trabajo, hablaré con Halm. Puedes irte.
-Gracias, señor.
Arvis se marchó, y el Mago se dejó caer en la silla, observando la copa. Sin duda, ese soldado era el hombre que buscaba: tenía la fuerza necesaria, parecía leal, y, sobre todo, era ingenuo.
Al otro día, cuando dieron las nueve de la mañana, y luego de que un criado enviado por el mago le dio el reloj de arena, Arvis partió hacia Akhor con su mejor caballo. Al principio cuidaba que el reloj se inclinase lo menos posible, pero luego descubrió que, sin importar la posición, los granos caían siempre a la misma velocidad. No se preocupó más por él, y aceleró la marcha del animal. Estaba decidido a cumplir la misión de la mejor manera posible, pensó. Ésa era su oportunidad de sobresalir entre los demás de su nivel. Había tenido suerte, y tenía que aprovecharla.
El viaje no le presentó mayor dificultad, aunque la distancia que tenía que recorrer era bastante grande en consideración del tiempo que tenía. Cuando estaba a pocos kilómetors de Akhor, apenas le quedaba una hora, y aún debía encontrar la punta de la sombra. Apuró a su caballo y comenzó a bordear la gigantesca montaña. No tardó mucho en llegar al borde de la gran mancha negra que el coloso de tierra proyectaba sobre el bosque. Decidió que lo más rápido sería cabalgar a través del límite de la sombra, y así lo hizo. Con una mitad de su cuerpo en la luz, avanzó con firmeza hacia su destino.
El tiempo estaba por terminar, cuando Arvis llegó al vértice que buscaba. Sin embargo, el lugar sólo era un pequeño claro del bosque, sin ninguna peculiaridad más que el hecho de que todo el pasto estaba aproximadamente al mismo nivel. No había nada digno de ser señalado por una montaña. A pesar de ello, decidió esperar a que sea la hora justa. Cuando el último grano de arena cayó, marcó el lugar al que apuntaba la sombra haciendo una cruz en el suelo con su espada, y se dispuso a analizar el lugar. Caminó unos pocos pasos cuando, por instinto, giró rápidamente hacia la cruz, y vio cómo el pasto arrancado volvía a crecer a una velocidad imposible, para detenerse una vez alcanzado su tamaño anterior. Corrió hacia allí y clavó su espada en el evanescente centro de la marca. Ahora entendía por qué la altura de la vegetación era tan pareja.
Se sentó y miró la espada. Poco a poco se iba levantando, hasta que la misma tierra la envió hacia afuera. Colocó la empuñadura sobre el lugar en el que estaba clavada, de forma que no pueda perder el punto, y pensó su próximo movimiento. El Mago sólo le había encargado averiguar sobre el lugar, por lo que su misión ya había terminado. Sin embargo, recordando lo que Derwen le había dicho a él y al resto de los novatos en entrenamiento una vez: ''Para llegar más alto, no basta con cumplir órdenes. A veces, hay que hacer cosas que no fueron ordenadas, e incluso cosas que van en contra de las instrucciones recibidas. Sólo los dispuesto a correr ese riesgo, y que puedan superarlo, logran avanzar''. Siempre se había preguntado qué era lo que hizo Derwen para llegar a su cargo.
Decidió seguir investigando el lugar. Si lograba descubrir algo, quizá el Mago lo apreciaría. Pero quizá no pudiera averiguar nada, y sería reprendido por su pérdida de tiempo; o bien lo hiciera, y el Mago se enfadara por su incumbencia. Era un riesgo que estaba dispuesto a correr. Y superar.
El Mago realizó el hechizo con el mayor cuidado que podía darle. Era una magia muy peligrosa para ambos, aunque, claro, sólo le importaba lo que le pudiese pasar a sí mismo. El equilibrio debía ser perfecto. Si se pasaba, podía ser dañado. Pero si no llegaba a lo suficiente, quizá no podría afectarlo lo suficiente. Y si la ejecución estaba mal hecha, los dos morirían.
Había pasado una hora y Arvis ya había probado todo lo que estaba a su alcance. Intentó cavar en otros lugares, pero el suelo se regeneraba antes de que pudiera, y lo que había sacado desaparecía. Y para empeorar la situación, descubrió que mientras más bajaba, el misterioso poder era más intenso, al punto de que si clavaba la espada en su totalidad, casi salía disparada hacia arriba. Cavar no era una solución. Examinó la periferia, y la parte del bosque que lindaba con el claro. Cuando pasaba el límite, podía cavar sin ningún problema, pero si volvía apenas unos centímetros, el efecto ocurría nuevamente. Se subió a un árbol y observó el lugar desde la altura, sin conseguir nada. Había dejado una piedra en el punto, y por suerte para él, no se movía.
Comenzó a caminar en círculos, analizando la situación. Definitivamente algún poder mágico afectaba el lugar, pero no podía saber qué, y de todas formas no entendía nada de los poderes arcanos. En todo caso, si era lo que parecía, no podría lograr nada por medios no-mágicos. Si el Mago le hubiese dado algo...
-¡El reloj!- se dijo para sí mismo, en voz alta.
Corrió hacia su caballo a buscarlo, y lo llevó a donde estaba la piedra. No entendía por qué lo hacía, pero estaba seguro de que funcionaría. Colocó el reloj en el lugar, y esperó. Pasaron unos segundos sin que nada suceda, y entonces el objeto comenzó a brillar. Apoyó ambas manos en la parte superior, y sintió que le quemaba, pero resistió. La intensidad iba aumentando y cegándolo, así como el calor. Arvis se mantenía firme, sin pensar. No podía entender qué pasaba, pero tampoco se molestaba en intentarlo. La luz llegó a un punto máximo, para luego desaparecer inmediatamente. El lugar volvió a estar como antes. Arvis estaba de rodillas, con las manos sobre el reloj. No se movía, y después de unos segundos, su cuerpo inerte cayó.
El Mago observó las palmas de sus manos, temblando. Estaban rojas e hinchadas. Se sentía mareado, y apenas podía estarse en pie. Caminó hacia su silla, pero antes de caer, se desplomó en el suelo. Mientras perdía la conciencia, pensaba: ''Lo logré.'' |