Lo conocí el 8 de julio del 2005. Bajo la luz de la luna llena sus ojos verdes brillaban opacándola, y las maravillas más impresionantes del mundo se humillaban ante la presencia de su sonrisa. A simple vista era un hombre normal; castaño, de ojos verdes, demasiado flaco, y con una postura que denunciaba cansancio. Aunque, en realidad, la normalidad es difícil (me atrevo a decir, imposible) de definir.
Era fácil que engañara a la gente haciéndose pasar por un humilde escritor de pueblo. Era fácil que nadie se diera cuenta de la hermosura que derramaban sus palabras. Estoy segura de que los escritores más reconocidos del mundo envidiarían insanamente su capacidad para describir con palabras cada mínimo sentimiento, su capacidad para contar una historia y hacer llorar hasta al más insensible de los seres humanos. No era solo un escritor, él mismo era literatura.
Ya me habían hablado de Ariel, pero en mi mente era un personaje mitológico. No sabía su edad, no sabía cual era su color de ojos, no conocía sus manos; y sin embargo, lo reconocí a la distancia. Se acercaba caminando con pasos inseguros, seguramente pensando en alguna historia, con la mirada perdida en el cielo, en un pájaro que volaba escribiendo un poema.
De repente desapareció la gente, un rayo de sol lo iluminó señalándomelo, y me quedé sola en frente de él. No pronunciamos ninguna palabra, y los dos entendimos lo que nos estábamos diciendo. Me miró fijamente por un par de segundos; yo intenté devolverle la mirada, pero no pude. Le di un beso en la mejilla como si fuéramos grandes amigos, y él me lo devolvió con una mueca confusa, entre una sonrisa y un gesto de incomprensión.
-Ariel- le dije. A pesar de que estaba acostumbrado a que lo reconocieran por la calle, el hecho de que alguien se interesara por conocerlo más allá de su apariencia, es lo que le hizo acercarse a mí. Estaba muy solo, pero él no se sentía así. Vivía en compañía de sus libros y sus lápices. Nadie nunca había leído ninguno de sus textos, nadie nunca había querido leer ninguno de sus textos. Cuando me invitó a conocer su refugio (nunca lo llamó casa), yo acepté tímidamente (creo que el amor se me notaba en cada gesto, yo lo había amado incluso desde antes de conocerlo.) Me sirvió una taza de té, y mientras le daba el primer sorbo fue a buscar el mejor de sus poemas para que lo lea. La casa era chiquita y se podía sentir la ausencia de presencia humana por varios kilómetros. Pero era muy agradable estar ahí, con él. Con él y su soledad, sus misterios, sus secretos, sus laberintos, su desconocido pasado, su poesía. Me mostró un cuaderno fabricado con hojas recicladas, tapa dura, poco elegante. Acaricié las hojas como si lo estuviera acariciando a él (¡ay Ariel, ojala hubieras podido entender cuánto te amaba!) y comenzamos a reír. Yo me reía de nervios y de felicidad, él se reía de lo extraña que era la situación.
Su risa, su boca, sus dientes, su casa, sus cuadernos, sus manos, las tazas, el té, la soledad, la tranquilidad, los grillos, la luna. De repente sus besos, su lengua, movimientos suaves, caricias, olores, flores, luces, música (sus palabras eran música), perfección. Éramos dos seres humanos en su estado más puro, buscándonos, conociéndonos, amándonos.
No sé si nos quedamos dormidos, o el tiempo pasó sin avisarnos. Ya estaba anocheciendo, tenía que irme. En el auto camino a la ciudad, nos dimos cuenta al mismo tiempo de que no había leído sus poemas. Le prometí una próxima visita, y me sonrió asintiendo y agradeciéndome. Nos despedimos con un tímido adiós, y cada uno volvió a su lugar, a ese lugar donde ninguno de los dos quería volver. Me dormí pensando en su voz y en los textos que no había leído, pero que él me había recitado mientras hacíamos el amor.
Al día siguiente me desperté inquieta, una sensación extraña recorría mis huesos. Ganas de llorar, cansancio, confusión. Rápidamente fui a buscar a Ariel, presentía que me necesitaba. Entré a su refugio sin golpear. No estaba. Todo vacío, sin ese aroma a literatura que caracterizaba al lugar. Encontré un sobre arriba de la mesa con mi nombre escrito en él. No quería leer la carta, presentía lo que decía, aparte era la primera vez que iba a leer algo escrito por él, y no quería que sea eso, no quería. Llorando tomé el sobre y lo abrí lentamente. Mis lágrimas corrieron la tinta de las primeras letras escritas en el papel reciclado, pero mientras leía dejaba de llorar, porque lo sentía muy cerca. “No puedo permitir que te enamores de mí, no puedo permitir enamorarme. Yo no soy una persona, yo soy lo que las palabras me dicen que sea. Vas a ser inolvidable para mí, y ya logré hacerte inmortal en un libro. Si, escribí toda la noche sobre vos. Pude escribir un libro entero sobre vos conociéndote tan solo unas pocas horas. Me voy, pero voy a estar con vos siempre que me leas.”
Miré hacia mis costados y encontré un libro enorme en un rincón. No me animé a leerlo, todavía no pude hacerlo. Pero esa noche dormí con él, abrigándome con sus palabras, con las letras que me definían, con un pedacito de él en cada hoja. Dormí con mi libro, sintiendo a Ariel, mientras la luna alumbraba suavemente mis sueños.
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