La noche no es la hora más propicia para caminar por las calles de Barracas. Pero Casimiro no tenía apuro por llegar a su casa. Se demoraba en el trayecto pateando distraídamente una piedrita que se empeñaba en rodar demasiado rápido.
Rápido también funcionaba su cerebro. Cuando llegara, debería tener una excusa preparada para darle a su madre con respecto a la tardanza. Su madre. Ese era el motivo por el cual alargaba la hora del regreso.
El día había sido largo y poco productivo. La ferretería no marchaba bien y la magra recaudación descansaba en su billetera casi sin abultarla.
Pensaba Casimiro. Soñaba Casimiro en aquella noche estrellada. Y el sueño tenía que ver con su eterna ambición de plasmar en un cuadro cualquier paisaje que pasara ante sus ojos y que le llegara hasta el alma. Como esa noche estrellada por ejemplo.
Pero nunca había sido posible. Ni las témperas ni los óleos habían logrado traducir en una tela lo que él sentía. Abandonó su ilusión luego de muchos intentos. Sin embargo, había descubierto que era bueno trazando finas líneas que adornaban sus fallidos dibujos. Se concentró en desarrollar esa habilidad y así se convirtió en un buen fileteador.
Logró con mucho esfuerzo, que su madre lo dejara usar el cuartito del fondo para armar su taller, y los lunes, día en que no atendía la ferretería, los pasaba allí. Su última obra de arte era una guitarra que un rockero famoso, atraído por su fama, le había llevado para que la adornara. Estaba orgulloso de su trabajo. Le hacía olvidar el resto de sus problemas y lograba alimentar la parte sensible de su espíritu.
Le hacía olvidar que el resto de la semana debía pasarla detrás del mostrador de la ferretería “Las Mellizas” (así denominada en honor a sus tías y heredada de su padre), despachando cables y tornillos.
Le hacía olvidar el carácter agrio y demandante de su madre. Y sobre todo, le hacía olvidar del sentimiento de culpa que era su compañero constante desde que había conocido a Laura.
¡Laura! Todavía conservaba el perfume de Laura después del abrazo con que se habían despedido hacía un rato. Un abrazo tan cálido como aquél que los había unido hacía ya diez años cuando él todavía frecuentaba la milonga. El abrazo que en un tango les hizo saber que el cuerpo de una había nacido para ser abrazado por el del otro.
Todo esto iba pensando Casimiro cuando dos sombras de entre las sombras cobraron movimiento y se convirtieron en dos muchachones, de los que emanaban vahos de alguna bebida blanca que no se podía identificar muy bien debido a que con seguridad, no se trataba de una sola.
-¡Dame toda la guita!, dale, dale!- El imperativo era acompañado por empujones a la altura de las costillas dados con la punta de una pistola.
Casimiro llegó a su casa, sin campera, muerto de frío y con la excusa perfecta sobre su tardanza para darle a su madre.
-¡Este viejo de mierda tenía dos mangos! No lo quemé de un “cuetazo” porque ví el auto de la taquería cruzar por la esquina- Tres cuadras más adelante de la casa de Casimiro, dos figuras corrían un poco tambaleantes. Y mientras una arrojaba a un costado una billetera, la otra se iba calzando una campera.
Las hermanas de Casimiro eran tres. Teresa y Amelia se habían casado con dos hermanos. La tercera, Josefina, después de desechar algunos pretendientes, había elegido a uno al que, por lo menos, no tendría que lavarle los calzoncillos. Se hizo monja.
Casimiro fue tácitamente designado para hacerse cargo de la madre. Presentó algunas novias, todas con el anticipado juicio negativo de la futura suegra, que nunca admitiría compartir la atención del hijo con ninguna descocada o pobretona, o insulsa, o haragana, o inservible o sucia mujer.
Casimiro había heredado junto con la ferretería, el carácter apocado de su padre. O tal vez su madre había sido siempre despótica, característica que se había agravado con los años.
Cuando conoció a Laura quiso preservarla de cualquier crítica prejuiciosa de Doña Enriqueta. Y vivió su amor en secreto durante todos esos años.
Al día siguiente del asalto del que damos cuenta más arriba, Sor Josefina llegó a la casa de la madre para su visita mensual, exactamente una hora después de que saliera de la misma, una vecina. Esta había venido a entregar la billetera que encontró en su vereda mientras barría y que aún conservaba en su interior, el documento de Casimiro.
La monja entró con su propia llave y se dirigió a la cocina, sorprendiéndose de no sentir el olor a sopa que a las once de la mañana ya solía haber en la casa. Se ahogó con su propio grito mientras corría hacia el cuerpo de su madre, tendido en el piso, con una mano en el pecho, mientras que con la otra aún sostenía la billetera abierta. Abierta como sus ojos. Sus ojos abiertos pero sin vida.
La mano que tenía sobre el pecho sostenía una fotografía. No se ocupó de mirarla. Si lo hubiese hecho, habría visto la imagen de una hermosa mujer con dos niñas morenas y de idénticas facciones. Idénticas entre sí e idénticas a su hermano. Más aún, si hubiese dado vuelta la foto, habría leído en su reverso lo siguiente:
“Querida Laura: ¿cómo explicarte la mezcla de sentimientos que se me agolpa en el pecho mientras miro tu cara y la de las nenas? Un inmenso amor y una enorme culpa. Culpa por ser débil, por no haber sabido vivir este amor a la luz del día. Pero te prometo, te juro que muy pronto todo va a cambiar. Tendremos nuestra propia casa, nuestro propio hogar, tendrás el marido que merecés y nuestras hijas tendrán por siempre a su papá. Te ama: Casimiro.”
Habría visto aquella foto, que en un nuevo acto de cobardía, no había sido entregada en tiempo y forma.
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