Quiso ser un ermitaño, aún viviendo en la ciudad. Eso significaba el adiós a las sonrisas complacientes, a los gestos de cortesía, a las palabras amables. Por lo mismo, la gente lo fue dejando solo, como él deseaba estarlo y pronto fue un fantasma de hombre y una sombra en medio de las luces fulgurantes. A tanto llegó su silencio y a tanta su desidia, que se olvidó incluso de si mismo. Destruyó los espejos y sus greñas le cubrieron el rostro, como si se compadecieran de él y lo ocultasen en su maraña de pelos. Su vivienda, la más penosa y destartalada vivienda que ser alguno pudo habitar, se fue derrumbando a pedazos. Los elementos también hicieron su parte en este paulatino borroneo.
Cuando el hombre era un esqueleto viviente, con unos ojos saltones que poco veían debido a las tinieblas en que estuvo sumido por años, alguien pensó que ya era tiempo de dar aviso a las autoridades de esta situación y, de esta circunstancial manera, acudieron personeros de la salud, con prensa incluida y descerrajaron la desvencijada puerta.
Adentro solo los salió a encontrar un hedor insoportable, mezcla de tantos olores que daban cuenta de la miseria, de la soledad -¿tiene olor la soledad?- y de la descomposición orgánica. Del hombre, del ermitaño, ni luces.
Algunos suponen que el tipo, queriendo ser consecuente con sus ideas rupturistas, emigró alguna noche a cualquier punto en donde pudiese estar en consonancia con ellas.
Y –extrañamente- aquellos que pasaron tantas veces frente a su casa sin siquiera conmoverse, ante su desaparición, echaron lágrimas y rogaron por su alma. Un alma que ya en vida había escapado del cuerpo de aquel hombre para transformarlo, de manera tajante, en la pancarta absoluta de la soledad…
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