[Algo así como la extensión de Miseria y compañía]
Quiebre y ruptura
Cuando le diagnosticaron pérdida del escroto y rompimiento del forraje, él mismo sintió la carne putrefacta que se necrosaba entre sus piernas. En esos momentos, casi pegado al mediodía, la penumbra de su propia serenidad describía a un ser sin movimiento, obligando a sus pieles al condenado perecer bajo el olor de aquel mismo amoniaco. En realidad, ya fuera de lo onírico, la sección de frenillo se veía predestinada desde el momento en que él, el ser que para sí, sin imagen ni nombre, hubo de lastimar mucho más que al necrón fundamental de su orina. Al pagar los insumos y la diferencia del pabellón que demandaba la clínica, un cielo color azufre se derretía entre su pensamiento, como si en realidad supiese el porqué estaba allí aquel día y el cómo debió contagiarse de aquella enfermedad que ejercía presión en su vejiga.
En síntesis, él, el otro, aquel que sí se infectaba, siempre sintió en carne el dolor de esa noche.
El médico preguntó respecto a su actividad sexual, a decir verdad, una pregunta maliciosa, lo único que el doctor Alfredo pretendía no era más que evocar a la vergüenza. La urología siempre le apeteció una imagen brusca e infecciosa, poco más de lo que en realidad era su infección. Evidentemente el pequeño contestó que no, que con tan sólo ocho años apenas si sabía lo que era el sexo y que en el fondo, estaba allí únicamente por mi causa. Cuando sucedió lo del frenillo, Papá había citado a su asistente para un viaje personal y exclusivo a Italia, supongo que mamá lo predijo, razón por la cual días más tarde, en un martes 23 de octubre, sacrificó sus glóbulos para dibujar un baño en color escarlata. Al día siguiente Papá volvió a casa, se veía dichoso, un tanto más moreno de lo normal, pero de cierto modo se veía dichoso, aún cuando él mismo había señalado detestar la piel morena.
El pequeño seguía llorando, a mi me pareció anormal, el doctor Alfredo no pretendía ni querría aplicar la suavidad en su labor, al contrario, la serie de tres cortes transversales lograron una apelación a la misericordia de parte mía, y por su puesto, del pequeño.
Antes de marchar a Italia, Chile desvestía una corrida de vientos grises que acariciaban a las calles de ceniza en un eclipse de figuras líquidas. Llamé a Fernanda con cuatro días de anticipación, se suponía que todo saldría bien, viajaríamos por Roma, visitaríamos el vaticano y aprenderíamos de los ideales ilustrados que contagiaron toda Europa a mediados del siglo décimo octavo.
La intervención seguía expectante, con tan sólo cinco miligramos de lidocaína el pequeño hubo de sentir alguna cosquilla intensa, casi delirando con el dolor.
Fernanda no estaba preocupada, vivíamos el destello de una sociedad imperial y recordábamos los vestigios de una esposa engañada y de un hijo acurrucado entre sus sábanas la misma noche en que le fui a visitar.
Caían las lágrimas de una noche de octubre cuando el día 22 tocó la puerta con suma elegancia, era Fernanda, mi asistente, el avión nos esperaría hasta las cuatro menos quince de la madrugada del día 23. Mis valijas estaban en su automóvil, sinceramente, todo había sido programado con una intencionalidad absoluta y minuciosa, todo menos lo del 23.
El avión no tardó más de ocho horas y nos embarcó en un aire contagioso de quiebre y ruptura cultural. Esa misma noche, en un hotel frente al mediterráneo, disgustábamos de seda color púrpura a modo de un simbolismo feudal. Yo, para conciencia limpia y sin angustia, leía entre las cartas de mi esposa, la fascinación de ella por un libro de portada roja que descubrió el día 27 de septiembre al nevar sobre santiago. Siempre sospeché que Isabel tenía un amante, nunca lo pude comprobar, era demasiado evidente como para ser deslumbrado. Cierta vez ella me dijo algo respecto a un libro que había estado escribiendo, algo así como “Miseria y Compañía”, me dijo algo respecto a la oscuridad y el recuero: Hay cosas que sólo se pueden ver entre las tinieblas, nunca traté de comprenderla ni de imitarla en su recorrido de Freud, Hesse o de esos grandes escritores que ella idolatraba. Francamente, ella nunca me interesó, se le veía vieja, gastada, perdida en la fortuna de una escritora muerta sin tener con quien compartir sus letras, por lo menos aquella era mi realidad. Años más tarde, cuando “Miseria y compañía” fue publicado, hube de comprender a lo que se refería y a las calles de un santiago que desde 1998 no veía nevar.
Sobre los tejidos de una piel pútrida, los años del 2007 hacían manifiesto en la pesadilla de un 24 de octubre, cuando hube de broncear mi piel a costa de auto bronceantes, simulando de cierta forma la dicha que nunca viví en mi corta estadía en Italia. Los diarios de Italia describían a las sombras que atraparon a una mujer suicidada por recuerdos de papel y hoja y que habrían de significar mi regreso a Chile. Entonces lo comprendí, entendí del sueño que ella misma se había inducido y del delirio provocado por las cartas de un tal Emilio que encontré bajo su alcoba.
El pequeño gemía ahora, al parecer la infección provocada por la urea de la orina se veía mucho más peligrosa de lo que Alfredo, el urólogo, había estimado.
Fernanda y yo tomamos el primer avión que pudimos encontrar el día 24 de octubre al enterarnos de la muerte de Isabel. Ella, Fernanda, que para sí y su propia imagen, no tenía reproche, fingía un falso llanto que habría practicado desde el momento en que supo de mi matrimonio. Pude verlo, aquel secreto ocultado bajo las sombras de un cementerio gris que se aferraba a la deuda que yo tenía con ella y con el pequeño. Apenas llegamos a Santiago, ella se fue llorando a recoger al muchacho, de inmediato, y para mi maldita sorpresa, él sangraba de manera desquiciada en una hemodinámica que soltaba sus entrañas hacia fuera.
Cuando me despedí del muchacho, a eso de las doce de la noche del mismo día 23, Isabel lloraba mientras trabajaba en los últimos detalles de “Miseria y Compañía”, por buena suerte y falta de confianza hacia mi mismo, procuré ejercer con mi cometido de la manera más limpia y rápida posible. Acusación errónea referente a mis expectativas, debí haber sido más cuidadoso, no haber lastimado tanto al pequeño, ahora ya es muy tarde, tendré que hacer algo, lo que sea.
Al día siguiente de la operación, el funeral de mi difunta esposa celebraba la emoción de Fernanda por ser madre y la sórdida ruptura de los dos mundos que yo mismo habría creado. Al día siguiente, cuando el escándalo hubo de carcomer hasta mis mismos miedos, sepultábamos al pequeño por motivos de negligencia médica que cubrían la nefasta verdad cuya única luz podría ser observada entre las tinieblas.
25 octubre del 2007, acabo de leer el último libro que Isabel alcanzó a escribir, “Miseria y compañía”, debe ser cruel haber vivido como ella, acompañada de situaciones falsas y aferrada al dulce recuerdo de no tener con quien compartir sus letras. Sus memorias, sus diarios y su libro en sí, figuraban la imaginación de una realidad constante, como si hubiese predicho de las balas que la asesinaron en el baño, de la crueldad de mi acción con el pequeño y del hijo que vi perecer entre las rejas de una cárcel inundada de soberbia y una Italia imaginaria. Se me acusó de Pedofilia, de asesinato con intención, de manipulación, de anti-feminista y de un sinfín de imputaciones que hubieron de recordar la cita con el urólogo, la muerte del pequeño y toda la herencia que Fernanda recibió al verme morir en la cámara de gas. Nunca pensé bien lo que estaba haciendo cuando me lancé sobre el cuello del doctor, en realidad, lo único que buscaba era una salida al inexorable escándalo. Sólo si se está solo se hacen las cosas a mi manera. Lo demás al carajo, no escucho prejuicios de la multitud inepta. A quien le agrade estará bien. No es mi cometido el llegar a todos, es más, en realidad lo hago por mi mismo, por mi propia realidad y por mi sentido común al mundo. ¿Es lo más asqueroso que han visto? Para mí esa actitud es la más repulsiva que siempre, lamentablemente, tendré que ver, mas eso, no es sino que uno de los pasos. Después de todo, es mi camino y a quien no le agrade entonces no me joda, porque para joder hay que interesarse y quien tiene asco no tiene porqué hacerlo. En parte, queridos ineptos, hay una seudo incongruencia entre sus locuciones.
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