En esta historia queridos lectores les referiré un fragmento de mi pasado que cambio toda mi vida. Esto ocurrió en el enorme valle de Pérez Zeledón a mediados del año 1988.
Ese día a las tres de la tarde como era ya de costumbre en mi familia, solíamos repartir una taza de café a los vecinos que nos ayudaban en la recolección del café. Labor que me tocaba en la mayoría de las ocasiones.
Reconozco que nunca estuve de acuerdo con esa costumbre de mis padres, pero ese día, de seguro era un día especial. Pues la hija de Don Carlos, Ana había venido a ayudarnos.
La vi llegar al amanecer mientras la ya triste luna se ocultaba marchita en el horizonte. Escuché como con su hermosa voz saludaba a mi madre. Dirigí mi mirada por un pequeño agujero que tuviera la vieja cortina que cubría la ventana de cristal. Una Diosa era aquella niña que con solo una mirada por aquel agujero pude encontrar en aquellos enormes y maravillosos ojos un torrente de fuego que invadió todo mi cuerpo.
Emocionado corrí un poquito la cortina para poder apreciarla mejor. Pero en ese preciso momento el inmenso sol se asomaba celoso sobre las montañas y con sus rayos de poderosa luz me encandiló. Restregué con la palma de mis manos mis ojos para recuperarme y posé nuevamente mi mirada a aquel sitio donde estaba ella, pero ya no se encontraba. De inmediato dirigí mi mirada al inmenso cafetal, a lo lejos por los callejones hasta donde pudieran alcanzar mi mirada desde mi posición pero solo pude observar los pequeños arbustos cargados de bellotas. Algunas eran verdes, otras amarillas y las mas enormes eran de un rojo vivo que resplandecían bajo una suave llovizna que cada mañana cayera en aquel inmenso valle de Pérez Zeledón.
De un salto me incorporé de aquella dura cama de madera. Y agitado empecé a buscar en seguida la mejor ropa que utilizara en aquella faena de la recolección de café. Encájeme un pantalón negro de mezclilla y una camisa azul de army, para aminorar el frío que cada mañana envolvía aquella tierra. Apresúreme y de inmediato salí hacia el comedor. En el pórtico de la estancia observé por un momento a una hermosa mujer. Tendría unos 50 años mas o menos. Su piel morena brillaba con el resplandor de las llamas al consumirse poco a poco la madera dentro de una vieja cocina de hierro.
Al fin me percaté de que ella me estaba mirando. Me le acerqué y la abracé. Sus ásperas y resecas manos acariciaron mi infantil rostro. - Mi Tito-. Hacia me decía ella. –Siéntate mientras te preparo el café-. Asistí con mi cabeza afirmando a su solicitud.
La cafetera empezó a silbar eufóricamente. Lo que me indicaba que ya estaba hirviendo el agua y que mi mama pronto empezaría a chorrear el delicioso café. Observé sobre la mesa a solo unos centímetros de donde avíame sentado una envoltura muy bien hecha con hojas de banano que despendía un aroma cálido... Respiré profundamente aquel aroma. Eran tortillas recién hechas no podía equivocarme. Quise preguntar a mi madre para corroborarlo, pero en ese momento estaba chorreando el café y el aroma llegó hasta el lugar que me encontraba. Acérqueme un poco mas para percibir mejor aquel “olor a madrugada” como decía mi querida madrecita.
Al poco rato ya tenía servida una gran jarra de café como a mi me gustaba. “Una agua cha cha”, me decía mi viejo. Mi madre volvió a chorrear nuevamente un poco de aquel café que ya había preparado, ya que a mi padre le gustaba el café fuerte y sin azúcar “Café de hombres” nos decía mientras lo disfrutábamos en familia.
Ya me encontraba en la bodega buscando mi canasto de bejuco sobre los alerones del tejado pero no lo encontraba. Al fin lo divisé en una esquina. –Juraría que lo había puesto en el lugar que le correspondía- me dije para mis adentros. Pero la verdad en ese momento no importaba. Estaba pensando en ella y recordaba su tierna voz. ¡¡Maldito sol que me cegó en aquel instante!! Maldito sol.
Salí de inmediato de aquella bodega y caminaba hacia el inmenso cafetal cuando dime cuenta de que me faltaba algo. Si, el cinturón para guindarme el canasto se me había quedado en la bodega. Regresé velozmente y al entrar me encontré con mi hermano Freddy. Él era un chico bastante agresivo. Tendría diecisiete años, dos más que yo. Lo observé emocionado. Cosa extraña en un día normal de arduo trabajo en los cafetales. De reojo posó su mirada en mi, mientras sonreía
– Ya viste a esa muñeca que vino hoy-. Me dijo mientras me apuntaba con su dedo índice.
- Esa va a ser la futura mujer de mis hijos. Así que ni se te ocurra acercarte a ella.
En silencio tomé el cinturón y me marché a donde dejara el día anterior mi calle de café. Pensaba en las palabras de mi hermano. La verdad me daba miedo, ya que solía golpearme cuando era mas pequeño, pero por aquella princesa correría el riego. Unos instantes después solo pensaba en el frío que sentía al bajar las ramas de café, pues de sus hojas se desprendían miles de pequeñas gotas del agua que dejará la llovizna de la madrugada. Por suerte ya había cesado, pero las gotas seguían bajando de los arbustos mojando toda mi ropa.
Miré a lo largo a mi padre y a mis vecinos recolectando el café. También miré un momento en silencio a Anita. Que hermosa es me decía en silencio.
Ya lo había decidido y nadie me detendría al menos eso creía yo en aquel entonces. No podía dejar de pensar en ella. Su mirada estaba en mis ojos, su sonrisa se perdía en las hojas que se caían a mi paso. En el sol sus cabellos dorados. – Estaba deseoso de....-
Llegaron las tres de la tarde al fin. Como les empecé a contar era la hora acostumbrada para saborear una jarra de delicioso café, y de seguro mi padre me enviaría a mí. Ya habían pasado algunos minutos después de la hora y me empecé a preocupar. Así que al no escuchar que me llamaran, decidí ir a preguntar. No por que me gustara, sino porque ese día había una razón especial. Ya había planeado decirle algo a Anita cuando le llevara el preciado café.
Llegué al lado de mi padre en aquel preciso momento que la princesita aquella llegará con el pichel del café. Su padre en complacencia del mío la habían enviado a ella. Con tal suerte de que se le habían olvidado los vasos... Aquellos vasos de plástico que odiaba tanto, pero como los he amado después de ese día.
Mi padre al ver esto me pidió que fuera por ellos. Caminaba por una pequeña pendiente para llegar a mi casa cuando de pronto un brazo me rodeo por la cintura. Dime vuelta asustado, y mi sorpresa al encontrarme con aquellos hermosos ojos. Enmudecí al mirarla tan cerca de mí, mientras temblaba... ¡¡¡Cobarde!!! Así me sentía. Ella me miró y me dijo –Yo lo quiero a usted- Sonó tan bella aquella voz que no supe por un instante que decir.
Solo la abracé como un impulso. Ella se sonrió. Yo solo quería besarla... Estaba en otro mundo en ese momento. Al fin puede escuchar los gritos de mi padre que me indicaban que apurara el paso. Claro él ni Don Carlos nunca se enterarían de lo que hay pasó. Atemorizado corrí por aquella cuesta en busca de los vasos. Ella me siguió hasta unos diez metros de mi casa. Hay me detuve. No podía dejar pasar aquella oportunidad. Volví mi mirada hacia ella mientras la tomaba de una mano y la llevaba tras una cepa de banano. Hay la besé largo rato...Al menos eso creí. No creo haberle dado mas de un beso. Corrí de nuevo hacia mi casa. Al entrar miré encima de la mesa los vasos. Esa niña los había dejado a propósito me imagine. Los tomé y en un segundo ya estaba al lado de mi padre. Miré a Don Carlos sentado a unos metros de donde me encontraba. Aquella niña estaba a su lado mirándome fijamente. Me sentí avergonzado, pero feliz.
Repartí el café sonriendo y en silencio. Extraño para todos pues siempre lo hacía de mala manera.
Así pasaron las horas hasta caer la noche. Ya estaba tras los arbustos cerca de la casa de Don Carlos esperando la oportunidad para llamarla. ¡¡Mi amor!! me decía para mis adentros mientras la veía pasar de un lado a otro.
Subí al tejado para evitar al perro que había entrado al llamado de su amo. Al fin apareció ella en el patio, le lancé un pucho de hojas para que me divisara. En silencio y ayudada por mi subió al tejado ella también.
La miré largo rato en silencio. Ella se sonrió y rápidamente sellé sus labios con un beso, pues sus padres podrían escucharla. La abracé mientras le enseñaba en el firmamento las miles de estrellas que iban apareciendo. La luna sobre la montaña en el horizonte apareció enorme y mas hermosa que nunca.
Ese día junto a ella hubiera deseado que durara para siempre. Un grito pronunciado por la madre de Ana retumbo por los parajes hasta perderse en el firmamento. Volvió a escucharse repetidamente aquel hermoso nombre gritado por su madre. Velozmente bajamos del tejado. Junto a la escalera tras la cocina la besé de despedida. El maldito perro me divisó mientras intentaba cruzar el cercado. En un instante salté velozmente la cerca y por una de aquellas calles del frío cafetal apresuré mi marcha.
Al fin llegué a mi casa. Mis ropas estaban mojadas. Mi camisa estaba rasgada en la espalda. Pero estaba feliz.
Hoy solo me queda el recuerdo. Miro a la luna aparecer triste sobre las montañas. Las estrella una a una van naciendo a la vida cada noche y mueren al amanecer.
Si hubiera sabido que aquella niña iba ser la esposa de mi hermano. Pero así es la vida. Hoy casi tengo 28 años y la recuerdo como si fuera ayer. Pero mi hermano nunca lo sabrá. ¡¡¡Nunca!!!.
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