Otra vez me quedo en el sofá viendo como marchas, oyendo la puerta cerrarse tras de ti. Otra vez la noche en blanco sentados delante de una mesa llena de tazas de café tan vacías como nuestras conversaciones; esas en las que buscamos razones o culpables.
Y no es culpa de nadie, al alba las culpas volaron por la ventana confundidas con la brisa. Fueron a unirse con las malas rachas, otra de nuestras excusas favoritas y que ya no nos sirve. Vino luego el rosario de los malos entendidos, la ansiedad, el exceso de trabajo y los absurdos desencuentros. Ni siquiera podemos invocar al fantasma de los problemas familiares, esas familias que hemos heredado el uno con el otro y que sentimos no nos pertenecen. Ahora no, esas excusas ya no sirven.
Porque seamos justos, nada tiene que ver todo eso a lo que achacamos nuestros desengaños, ni los horarios, ni las prisas, ni los malos humores, nada es culpable de esa distancia que ahora nos separa.
Tampoco es tu culpa, es cierto. Ni siquiera lo es de mi ilusión que nunca aprende y se desnuda una y otra vez ante ti pizpireta y contenta hasta que la mata la vergüenza y se esconde otra vez en el profundo pozo de mi pecho acompañando a ese llanto aún más púdico que no asoma a mis ojos por el miedo a asustarte.
Entonces, si no hay ningún culpable, si una noche más hemos vuelto a hablar hasta la madrugada y todo ha vuelto a la normalidad de una tierra sin vencedores ni vencidos, por qué me quedo aquí sentada dejando, ahora que estoy sola, que una lágrima se escape de mis ojos y espero una sentencia que siento que no nadie fallará a mi favor.
|