El botón
-"Quisiera tener una maquinita como esa" -dijo mientras paraba, a distancia, el reproductor de videos. Los ojos del otro la acompañaron en su recorrido hacia la cocina americana y luego, de regreso, hacia el sofá. Ella dejó caer su cuerpo, pesadamente, a su lado y le extendió la tasa de té; luego volvió a tomar el mando y las imágenes cobraron vida.
*****
La acompañó a la puerta mientras le acomodaba la bufanda. -"¿Me mandarías al vacío si no supiera volar?". -"A ti y a una lista inmensa de tipos... pero no es posible..." -y su voz sonó cansada, acorde con su cara y sus pasos rumbo al ascensor.
Cuando se bajó del taxi descubrió que las llaves no estaban en el bolsillo pequeño del bolso, removió todo y, al final, tuvo que llamar a la portera. Una voz cascada habló por el citófono -"¿Quién?". -"Yo, señora Pérez, disculpe que la moleste a esta hora, soy la inquilina del 9, olvidé las llaves... podría...". No la dejó terminar, la puerta se abrió con un timbre estridente y se cerró, contundente, tras de ella.
Siempre le había parecido que, por las noches, el edificio antiguo palpitaba. No se trataba, solamente, del eco de sus pasos subiendo la escalera; tampoco el zumbido de los niños del tercero o la cafetera de la pareja del cuarto piso. No era el sonido repentino de las cosas rompiéndose en las batallas campales de los del séptimo. Era algo más, un murmullo que salía de los cimientos y se manifestaba por la madera del pasamanos, el conducto de la basura o por el cielo raso.
Sin embargo, había dejado de preguntarse por ese murmullo hace tiempo y ahora solo subía, lentamente, hacia el descanso del sexto piso, para reanudar su marcha.
Buscó la llave de emergencia sobre el dintel y entró al departamento. La veladora se había apagado, quizá por una ráfaga de viento, pero el letrero de neón de la esquina iluminaba lo suficiente. Dejó el bolso sobre el sillón.
-"No importaría que tenga la nariz ganadora de un concurso de zanahorias..." -se dijo, pasándose la mano por la melena y tratando de descifrar la imagen que le devolvía el espejo.
La habitación, desarreglada desde la mañana, la recibió en silencio; dejó los zapatos descuidadamente sobre la alfombra y fue quitándose, de a poco, la ropa y dejándola regada por el piso.
Cuando llegó a la ducha, su piel resplandecía en la penumbra. No encendió la luz. Mientras el agua la recorría, se empeñaba en cerrar los ojos, a toda costa, como si le fuera la vida en ello. A tientas cerró la llave del agua y salió del baño. Se secó con las sábanas, descuidadamente, y se sentó frente al televisor apagado.
Se levantó y caminó hacia el ventanal. 9 pisos abajo la calle lucía desierta, solo a lo lejos se escuchaban las risas de unos jóvenes que bebían cervezas en la tienda de barrio.
-"No les perdono que no sepan volar" -y sus dedos sintieron el frío del cristal. Abrió la ventana y la brisa movió un poco la persiana a medio cerrar. -"Que no sepan volar" -volvió a decir, con la mirada perdida en las luces del fondo. -"Volar...".
Dio un paso y extendió los brazos. Se elevó en el aire y se mantuvo estática unos segundos. Luego se fundió en las luces.
El cuerpo chocó contra el piso casi sin ruido. Dos horas después la señora Pérez la descubrió entre la basura esparcida por los perros nocturnos. No supo cómo explicarlo. En el noticiero del medio día, dijo que en la madrugada había sentido una brisa helada que le recorría los huesos y el sonido nítido de alguien que apretaba un botón.
|