Su espalda era perfecta y contrastaba de manera hermosa con el sol que comenzaba a alejarse en el horizonte, decorando el cielo con violentos pincelazos de tónos rojizos y púrpuras. La habitación estaba invadida de su esencia y mi pecho aún se agitaba impetuoso recobrando poco a poco su ritmo.
Diez mil ciento cuarenta y tres veces la besé, ni una más ni una menos. Diez mil ciento cuarenta y tres veces tal y como le había prometido que lo haría un día antes. Y me faltaron más... pero esa era la cantidad acordada.
Recostado y con la mirada pérdida en la suya deseo pintarla. Plasmar en un lienzo la delicada mirada con que me envuelve en este momento. Reproducir sus hermosos labios que tan dulcemente me torturan. Y el juego de luces y sombras a través de su piel, mientras mira impasible la ventana, simplemente me fascina. El sabor de su piel... un misterio maravilloso tras otro. Estoy con ella. Ella
Escapar. Fue lo mejor que pudimos hacer. Escapar unas horas de nuestras ataduras que no por invisibles son menos rígidas.
Sigue mirándome. La miro a mi vez y sonrió. No pienso, solo sonrío. La estrecho firmemente por que no quiero dejarla.
Lentamente, el cielo antes rojo, como ambientando nuestra tormenta, se torna oscuro. La noche se acerca y nos envuelve de realidad. Nos devuelve a la realidad. Lo pienso un poco y me parece triste. La tarde se nos anunciaba interminable y ahora se va. La tarde que parecía haberse detenido se despide. Vuelvo a mirarla. Su mirada no puede evitar reflejar nuestra emoción. Y entonces miro la noche nuevamente y me doy cuenta de que la verdad es que nos está envolviendo en un velo de complicidad. La estrellada noche nos observa y en su silencio parece decirnos que nada pasa, que todo está bien. Parece comprometerse a callar, como ahora, y nos pide paciencia. Lo comprendo y sigo sin hablar, que ni falta hace pues al mirarnos nos hemos dicho todo. Ahora pienso más claro. La noche me confirma lo que yo ya sospechaba: esta tarde no tendrá fin. Esto solo es el comienzo.