Mi idea inicial fue sencilla: ir al cine. La muchacha que me acompañaba se hacía llamar mi novia pero yo en casi ninguna oportunidad quise definirme como su novio. A lo mejor era miedo, quizás temor, pero lo cierto del caso es que según yo éramos solamente amigos que se tomaban de la mano, se daban un beso y la pasaban bien. Para ella, cada película que veíamos juntos significaba algo: con Titanic decía que yo era su Jack y ella mi Rose; con Novia Fugitiva, que ella me buscaría si yo huyera; con Señales de Amor, que el destino nos unió; con Spirit, que por siempre galoparíamos juntos; y con El Señor de los Anillos, que yo era su Aragorn y ella mi Arwen. Sí, yo sé que están pensando que algunas de estas películas son rosas... y sí, lo son. Pero descubrí que cualquier largometraje, fuese de acción, de suspenso, de amor, de comedia, siempre iba a manejar dos historias de pareja: una en el filme, y otra en la sala de cine.
Así fue que emprendí un ciclo de observación; el cine era un símbolo de pareja, de historias de amor recién nacidas, de otras inconclusas y hasta de unas ya concluidas. Me dediqué a observar, analizar y suponer teorías platónicas convertidas ya no en ficción. Aprendí, y puedo decir que hasta viví lo siguiente:
Todo empieza cuando uno es niño. Desde pequeño además de hablarte con cierto tono que muchas veces nos parece idiota, los adultos nos muestran la televisión. Uno va creciendo, y a medida que vez más televisión te vas enterando que existe el cine; de que hay una pantallota y que las comiquitas se ven grandototas. Resulta que tu papá trabaja todo el día, tu mamá no hace nada en todo el día, y tú lo que haces es pensar durante todo el día, cómo pedirle a tu papá que te lleve al cine. Luego de mucho analizar y dejar pasar el tiempo, se hacen las siete de la noche; tu papá llega a la casa y tú sin ton ni son y con poca anestesia le dices: quiero ir al cine a ver El Rey León, o La Sirenita, o los Grugrats en Paris. Tu papá queda como en shock, pero al ratico te dice, dile a tu mamá que te vista que vamos al cine. Eso es lo máximo; bueno hasta que llegas al cine, y entras a la sala y todo está oscuro y de repente la pantalla se ilumina, empieza la película, uno come palomitas de maíz, toma refresco, volteas a donde están tus padres y es allí en donde el cine realmente te marca. Uno se empieza a decir a uno mismo: que chévere, el cine como que hace que mi papá y mi mamá se quieran más. Claro y ahora lo entiendo, la película nunca es mala si la ves con la persona que quieres y con quien te sientes a plenitud; mis padres me lo enseñaron.
Después viene la secundaria, años de nuestros primeros amores, de escapadas al parque, y por supuesto, de ida al cine. Si se va en grupos de muchachos, se elige ver Indiana Jones, Arma Mortal, Matrix. Si es un grupo de muchachas, la elección es Mujer Bonita, Serendipity o El Amor Cuesta Caro. Pero si se va en pareja, la película indicada es la peor; ¿para qué? si es mala, con quien vas es bonita, y la sala lo permite... ¡zas!, le robas un beso... o dos, o tres, o no sé cuántos ni qué más.
Lo cierto es que ya uno supera algo: los primeros besos, las primeras peliculitas juntos, el qué pago yo y qué paga ella, y uno se hace hombre; bueno, adulto de 21 años. Y ahora se está en la universidad, se va a clubes todos los viernes y sábados, algunos ya tienen trabajo, otros son mantenidos, se trata de conquistar a la profesora de contabilidad para ver si suma las notas a tu favor, y además... sí, se va al cine. Pero ahora es algo diferente: ya se puede ir a función de media noche, cuestión que después de que termine la función uno se vaya a bailar un rato, el apoya brazo se levanta para a estar más pegados, y las películas que se ven son Pesadilla en la Calle del Infierno, Revelaciones, Jeppers Kreppers, Sexto Sentido; la idea central es que con quien vayas grite, se asuste y busque refugio en ti, y tú digas: tranquila mi amor, es sólo una película, ven ven ven apóyate en mi hombro. Logrando así conquistar con tu valentía a esa muchacha que te trae de cabezas.
Tomando el singular de la última palabra del párrafo anterior, llega la hora de sentar cabeza. Ya uno está en los últimos de los veinte y casi llegando a los treinta. Se trabaja a tiempo completo, ya no se sale tanto, de no estar casado visitas a tu novia en la casa de sus padres, uno está ahorrando para comprarse un vehículo, o si lo tienes para pagar el seguro, las películas las alquilas o las ves en televisión, y hasta se lee periódico; pero al llegar a la página 30 se te atraviesa la cartelera cinematográfica, ves qué películas hay, buscas algo de ellas en internet, observas tu reloj y te das cuenta de que son las ocho de la noche, es lunes, la entrada es más económica; agarras tu celular, marcas el número de tu novia o esposa, la saludas, y le dices: nos da chance de llegar a función de nueve, comemos algo en McDonals y vemos 12 Monos, o Frida, o Río Místico. Y es que claro, ya uno es adulto contemporáneo y las películas que se eligen son de esas que son profundas y que te dejan pensando. Tres horas después, cuando dejas a tu novia en su casa o vas a la tuya con tu recién esposa, piensas: que bien que esté con alguien con quien pueda ver ese tipo de películas que tanto me gustan. Al día siguiente, se tiene como tema de conversación la historia de la noche anterior y se propone algo así como: sabes mi amor, deberíamos ir la semana que viene a ver otra película.
Y de repente el tiempo pasó; compraste una casa, tu matrimonio es estable, pasaste muchas noches levantándote a dar tetero a los bebés, de hacer lo imposible porque dejaran de llorar porque los vecinos se molestaban, y así una larga lista de etcéteras. Sí, uno se hace papá, y ya no se piensa tanto en uno sino en esas criaturitas indefensas que aunque a veces parecen monstricos son lo mejor que te han pasado en la vida; son tus bebés hasta cuando crecen, son tu sustento para estar vivo, son un todo que te hace amar mucho más de lo que ya amas a esa persona que está a tu lado y que junto a ti los ha visto crecer.
Y pasa, lo mismo que pasó contigo, pasa con tus hijos: llegas a las siete de la noche a tu casa y escuchas: papá quiero ir a ver Spiderman. Uno se acuerda que una vez hizo lo mismo, y también recuerda qué fue lo que hicieron con uno. Decides hacer a un lado el cansancio y decirle al chiquitín que se vista para ir a ver El Hombre Araña. A lo mejor a uno no le gusta ese tipo de películas, pero eso se borra de la mente cuando estando abrazado con tu esposa en la sala de cine, le ves la expresión de felicidad a tu hijo porque lo llevaste a ver su película favorita; y más aún, cuando su cuerpito se voltea hacia ti, su boca está llena de cotufas que casi no lo dejan respirar, y con su mirada y voz inocente, te dice a ti y a tu pareja: papi, mami, me gusta verlos así abrazaditos, los quiero mucho.
Los niños crecen y la historia se vuelve a repetir. Sin darnos cuenta la vida se nos pasa y la magia del cine y sus historias siempre serán un símbolo de unión entre parejas. A lo mejor algunos no se han dado cuenta de eso; otros, como yo, que no creía en esa hipótesis, quizás ya lo hemos entendido: más que historias el cine es magia, y más que magia el cine es vida; la vida es mágica y que bien que haya algo en la vida que te haga ver aunque sea por pequeños instantes la magia de esa vida proyectada ante tus ojos. |