Aquel día me había levantado más hobbesiano todavía de lo habitual. Miento: en realidad, mi escepticismo sobre la condición humana había sobrepasado ya con creces al de Thomas Hobbes. Su conocido enunciado “el hombre es un lobo para el hombre” me parecía el resultado de una concepción del ser humano extremadamente almibarada y benevolente. El hombre era, en realidad, peor, mucho peor, ¡dónde iba a parar!, que el lobo, cuya mala fama era a todas luces injustificada.
No resulta difícil, en efecto, encontrar lobos buenos por doquier a poco interés que pongamos en el empeño. Los hay en los dibujos animados (¿quién no recuerda al entrañable Loopy de Loop?), en la tradición religiosa (¿quién no conoce la leyenda del lobo de Gubbio, que dejó en paz a los aterrorizados lugareños con sólo ser ligeramente amonestado por San Francisco?), e incluso en el mismísimo mundo real (¿quién no vio en su tiempo el episodio de la serie “El hombre y la tierra” donde el amigo Félix nos mostraba claramente la naturaleza noble y bondadosa de estos vilipendiados cánidos?).
¿Y qué podemos decir del hombre?. Si alguien conoce a uno bueno, que me lo presente (ojo, esto es pura retórica, no la liemos, que seguro que será muy aburrido el tío). Cuando Groucho Marx dijo aquello de que “el hombre, partiendo de la nada, ha alcanzado las más altas cotas de miseria" era evidente que no se refería a la miseria material sino a la moral. El hombre es el único ser vivo del planeta que se recrea en el ejercicio y la contemplación de la violencia. En mi querida España (Cecilia dixit), sin ir más lejos, la mayoría de las fiestas locales tienen como principal atracción el maltrato de los animales (toros casi siempre). Ya sé que también existen hombres buenos, pero en la misma proporción en que existen cisnes negros y mirlos blancos.
A estas lúgubres divagaciones, y a otras más lúgubres todavía, andaba yo entregado, cuando, de repente - como si de una aparición se tratara- la vi. Al punto, mi fe en el ser humano renació como por arte de ensalmo. Súbitamente me reconcilié conmigo mismo y con mis semejantes. Una entrañable abuela, sentada en un banco de una soleada plaza, daba amorosamente de comer a unas palomas. Al acercarme, me di cuenta de que, al tiempo que les echaba las miguitas de pan, les dirigía unas palabras. La escena no podía ser más bucólica. Una vez que estuve lo suficientemente próximo, pude oír lo que decía. Mejor no haberlo hecho. Transcribo su discurso: “Vamos, comed, guarras, que sois unas guarras, os vais a poner como focas de tanto comer, que suerte tenéis de que yo sea tan buena y os dé la sopa boba todas las mañanas, pero algún día me cansaré, ya lo creo que me cansaré….., y a ver qué hacéis vosotras entonces…., si no valéis para nada, golfas, más que golfas”.
Han pasado ya dos meses desde entonces y mentiría si no dijera que continuo bastante deprimido, pero se me pasará, seguro que se me pasará, no os preocupéis.
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