Me arrollará el viento
A Marie T.
¡Qué nombres ni qué nada! Bernardo, Blas o Beltrán. Maud, Melinda o María. Los podéis cambiar, poner los vuestros en su lugar. Quizá os ayude para comprender que esta historia no tiene ni edad, ni tierra ni casa. Que es de todos los tiempos, de todos los cielos, de todas las clases. Nacida con el hombre y la mujer, sus pasiones, sus demasías, sus angustias. No busco disculpas, no, intento comprender, nada más, comprenderme a mí, sobre todo. Por lo demás, ya pagué y vengo pagando cada segundo, cada minuto, cada hora que vivo y voy a pagar por tanto tiempo. Mucho más caro de cuanto se me pueda imponer puesto que se fue ELLA, por culpa mía.
Antes de ella, no había nada. O tan poco. Tan sólo palabras asambladas en vano que nunca logré pronunciar. Palabras que se me antojaban extranjeras a mi persona. Palabras que no pegaban con mis gestos y gestos que no pegaban con mis palabras. Apenas valía para escribirlas, alguna que otra vez; hacía yo el amor sin decirlo. No creía en esas palabras. Desconfiaba de ellas. Me daba miedo que no ocultasen más que el deseo y se esfumaran, no bien salidas de la boca. No sabía. No lo conseguía. Por tener el espíritu demasiado cartesiano. Por ser demasiado desconfiado. Por repelerme demasiado la mentira. Demasiado gilipollas, sin duda. Deficiente. Sin voz. Corazón afónico. Sí, eso es. Afónico.
Me aburría mi vida. Se aburría mi vida.
Y apareció ella ante mí, salida de la nada, caída del nido, fugada de casa. No importa. Aquí estaba.
¿Si era bella? No lo sé. Sí, claro, pero bella para mí. Con la tez, el pelo, la piel, la voz, los pechos, los ojos, la boca, las piernas, las nalgas que a mí me gustan. Pero ¿me gustaba todo eso porque yo la quería a ella o la quería por tener ella todo eso? ¿Quién preexiste del huevo o de la gallina?
Sí, ya lo sé, entra el amor por los ojos, según dicen. Así que yo la quería por tener ella todo eso. Y sin embargo, casi era su contrario la que la precedió. Id a saber...
Y ¿cómo explicar que, sin habernos visto nunca, nos hayamos reconocido? No lo sé. Alquimia de las feromonas. Conjunción astral. Día de suerte. Había entrado ella en mi vida igual que yo en la suya y nada más tenía importancia. Arrollados, nuestros pasados. Suspendido, nuestro porvenir. Dilatado, nuestro presente.
No éramos más que un hombre y una mujer, desnudos como en el primer día, de súbito sin familia, sin amigos, sin patria, sin cultura, sin otro faro que la llama que ardía en los ojos del otro, abrasados, abrazados, liberados de cuanto no era nosotros. Nuestros cuerpos, nuestro sudor, nuestros alientos, nuestras manos, nuestros sexos, nuestras bocas, nuestros ojos, nuestros cabellos. Nuestra piel, nuestro sudor. Nuestro calor.
Y todas estas palabras nunca proferidas, murmuradas quizá, milagro, yo podía decirlas, repetirlas, paladearlas, saciarla con ellas, de sol a sol, de lunes a domingo, de Enero a Diciembre.
Que ella también me las diga. Lo hacía en ocasiones, pero con mucho prefería oírme a mí. Asumiendo una actitud estudiada, se dejaba acariciar por aquellas palabras sin ton ni son que suelta el corazón, sin pensarlo, pensándolo, casi a pesar suyo. A uno le salen de la boca en apretadas sartas. Son indigestas para quienes las escuchan con los oídos. Y néctar para los corazones enamorados. Ella las sorbía, cerrados los ojos, como si fuera leche, vino, ambrosía...
Corría la vida.
Nos amábamos, como dos saltimbanquis, abiertos los corazones a los cuatro vientos, de habitaciones de hotel apenas entrevistas en estancias brevísimas bajo cielos siempre azules, sueltos nuestros vínculos y empuñadas las armas de la rebeldía.
Ella actuaba, yo cantaba. Demasiado tiempo. Demasiado a menudo. Demasiado lejos el uno del otro. Se nos iba la vida de las manos y nuestro bello amor con ella. Nos alejaba el éxito uno de otro; nuestros aviones se iban más y más lejos, nuestros teléfonos saturaban: agentes, familias, impertinentes, inquisidores, amigos de un día, de una noche, de una hora. Nos venía devorando la hidra del triunfo.
Pero ¿cómo vivir escondidos cuando vivíamos del público? Y ¿cómo sentirnos libres así expuestos a las miradas, espiados, cazados, acechados por micrófonos, plumas y cámaras?
¿No puede ser sino artificial el paraíso? Lo hemos probado. A veces, nos hemos refugiado allí, inaccesibles a los demás entonces, extranjeros a nosotros mismos. En equilibrio sobre el filo de la navaja como funámbulos de la vida y del amor. Hasta esa noche horrorosa.
Nos pesaba nuestro presente. Nos inquietaba nuestro futuro. Y se nos venía encima nuestro pasado, una vez más, la de sobra. Nadie escapa de su pasado. Éste, a veces, se hace el olvidadizo, nada más. Eran omnipresentes sus padres, monopolizadores sus hijos, obsesivos sus ex amantes. El último, en particular.
Amor celoso está. Normal, ¿no? O deja de ser Amor.
Claro que ya nos había ocurrido tener riñas, abiertas, violentas, parecidas a los seres apasionados y desgarrados que somos. Pero, después de la lucha, ¡cuán dulce era lamernos las heridas!
Sí, probable que golpes hubo, pero yo no tenía conciencia de ser el único en darlos. A veces, no bastan las palabras para evacuar la violencia interior. Y entonces, no queda más que uno mismo o el otro.
De reproche en sarcasmo, de bajeza en vileza, esa noche acabaron mis puños por encontrar el punto flaco de su coraza : aquel rostro móvil, de mil emociones, de facciones frágiles, que atraía la luz y cautivaba las miradas.
¡La mía como la de los otros, desdichadamente, de tantos otros!
Entonces le di. Varios golpes, lo sé.
Y ella se desplomó.
Y yo con ella, en una sima sin fondo, hasta el romper de un alba nórdica.
Di voces de llamada. Corrí. Pedí perdón. Ella me oía, lo sé, pero ya no estaba aquí.
Por una grieta finita en el linde de su sien, se iba su vida, se iba mi vida.
A ves, no bastan las palabras para evacuar la violencia interior. Y entonces no queda más que uno mismo o el otro.
No queda más que yo.
Me arrollará el viento.
©Pierre-Alain GASSE, agosto de 2003.
https://pierrealaingasse.fr/esp/ventesp.htm |