“Diego o el regalo infinito”
Hace más de cuarenta años que nos conocemos, desde que éramos chicos y pasábamos largos y despreocupados veraneos en Mar del Plata. Cada vez que nos reunimos nos contamos invariablemente las mismas anécdotas de aquellos años felices, la profunda amistad que nos une y la vida que compartimos alcanza para que las escuchemos como si fueran nuevas y nos riamos como si nunca las hubiéramos oído. A veces dudamos y no nos ponemos de acuerdo sobre ciertos detalles; discutimos acaloradamente, nos corregimos y nos complementamos, pero nunca nos peleamos. Cada primero de Febrero, durante mi cumpleaños, hay una anécdota que nunca podemos soslayar. Este año no fue la excepción.
Era de noche y estábamos en el living de mi casa. Yo había apagado las velitas (trece o catorce, en eso nunca nos pondremos de acuerdo) y mis padres se habían ido a acostar. Empezamos, Dios sabrá porqué, a hablar de fantasmas, aparecidos y espíritus. Todos contamos algún suceso extraordinario que le había pasado a algún conocido digno de confianza. Menos la de Diego (siempre fue el más callado y reservado del grupo y, de alguna forma, el más extraño), todas eran historias espeluznantes. Al final, estábamos tan asustados que nadie se animaba a quedarse solo y era hora de que volvieran a sus casas. Organizamos recorridos pero siempre uno de nosotros tenía que caminar al menos una cuadra solo. Pensamos en acompañarnos con mi perro (un enorme ovejero alemán que, reconozco, era más malo que la peste) pero, ¿qué podía hacer un perro contra un fantasma? Había pasado casi una hora y no encontrábamos un plan satisfactorio hasta que Diego nos propuso que saliéramos todos juntos (perro incluido), él y yo acompañaríamos a cada uno hasta su casa, el vendría hasta la mía y se iría hasta la suya solo. Unánimemente rechazamos su plan; pensamos que solo se trataba de una bravuconada suya para hacerse el valiente, además, ¿por qué no reconocerlo? Teníamos miedo de dejarlo solo, ¿y si le pasaba algo? Por suerte, mi papá se despertó y, viendo el temor que nos dominaba, los llevó a todos en su auto.
Ahora que somos adultos nos reímos del miedo que sufrimos aquella noche y reconocemos haber inventado todas las historias que contamos, menos Diego.
-¿Se acuerdan de lo que yo dije esa noche?
Nos preguntó con cierta angustia en mi último cumpleaños. Todos negamos con la cabeza y sentimos un poco de vergüenza y pena por él.
-Tal vez –dije yo para salir de ese momento incómodo-, no nos acordamos porque tu historia fue la única que no nos asustó demasiado.
-No –respondió con firmeza-, es porque yo no inventé nada. Ustedes esperaban una historia de horror como las que habían contado y yo les rebelé una verdad que no entendieron. Les expliqué que, después de la muerte, hay espíritus que se quedan en la tierra y que, mediante un enorme esfuerzo de su voluntad (que debe empezar antes de la muerte), logran una especie de solidez, de apariencia humana y viven como una persona más (incluso crecen y se desarrollan) hasta que alguien los descubre y mueren para siempre.
Lo miramos en silencio hasta que creímos entender su broma y nos echamos a reír. Se puso de pie, nos miró con lástima mientras de sus ojos brotaban dos gruesas lágrimas de impotencia, se despidió con un sentido: “Hasta siempre” y se fue. Tan seria nos resultó su actuación que las carcajadas recrudecieron a sus espaldas, hasta que yo los callé con furia.
-¡Basta estúpidos! –Les grité-. Diego acaba de darme el mayor regalo que puede dar un amigo. Ustedes lo ignoran, pero él sabe que un cáncer carcome mis entrañas y que este será mi último cumpleaños, por eso me regaló su inmortalidad dejando que lo descubriera ¿No lo vieron mientras se iba? Perdió su forma humana y atravesó la pared.
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