“EL VISITANTE”
“Estoy viejo. Aquí estoy,
aplastado sobre una silla,
hundido hasta el
cuello en mi propia vida
y sin creer en nada.”
“La edad de la razón”
Jean - Paul Sartre.
El primer viernes de enero algo sucedió de regreso al viejo edificio. La puerta del departamento de Petra estaba cerrada a dos llaves. En el diván había algunos objetos en el suelo y el aire enrarecido sofocaba. Una nota garabateada en checo manuscrito, casi imposible de traducir, sugirió a Carlos la evidencia de una discusión. La joven se había refugiado en la pequeña pieza de la casa y el visitante se sentó pensativo en el sillón cama verde.
El viaje lo había decidido mucho antes de las continuas discusiones en las que se enfrascó en el último tiempo con su esposa. El recuerdo atormentaba sus sentimientos de los años épicos del comunismo checoslovaco y la salida abrupta de Praga. En Viena había encontrado el amor y la estabilidad, pero esos años en el Este de difícil olvido, tenía más interrogantes que claridad en su vida.
En los días que él había permanecido en el viejo departamento, la complicidad con Petra fue un rasgo peculiar que no pasó desapercibido para su novio que en muchas ocasiones, pero reservadamente, le hizo ver cierta molestia de que el extranjero permaneciera en el diván. El novio, un grandulón de Moravia, estudiaba ingeniería en la ČVUT y la mirada torva inquietó a Carlos en las fugases visitas del joven al viejo edificio. La naturalidad de Petra y los paseos desnuda por el apartamento sorprendieron, en más de una ocasión, al extranjero que recordó sus años en la residencia universitaria. Esto acentuó la sensación de que la relación entre ella y su novio no marchaba bien.
Recordó que el día que arribó a Praga estaba tan contento que se fue caminando de la estación central a la Ciudad vieja. La visión colorida de la ciudad contrastaba con el gris recuerdo de la Torre de la pólvora que hoy lucia radiante gracias a un tratamiento de restauración iniciado por las nuevas autoridades. La callejuela que llega al teatro de Mozart hervía en un mar de turistas haciendo extenuantes colas para conseguir un billete de la opera Don Giovanni. En la calle Kaprova 2350 la portera no tuvo problemas en dejarlo entrar. El acento inconfundible de un Pražak, rompió la dureza de la mujer, sorprendida ante los modismos adquiridos por el extranjero que se presentaba en la portería. Las escaleras de mármol del viejo edificio relucían esa mañana, a pesar de la penumbra. La placa de bronce que indicaba el apellido de la familia Novak bajo la mirilla de la puerta no reflejaba el paso del tiempo. Cuando el silencio comenzaba a mezclarse con el frío del vetusto pasillo, la puerta del departamento se abrió lentamente. Bajo el dintel se asomó una mujer joven de mediana estatura, rubia y de cabellos desaliñados. El hombre preguntó por Ivetta y la joven se detuvo buscado en su mente la imagen de los amigos de su madre y especialmente de Carlos. Pero estos recuerdos se extraviaron con los años amnésicos de su tierna infancia. La sorpresa de la visita no la inquietó y amablemente lo invitó a pasar al diván. El café turco que los checos beben habitualmente es amargo, pero a él le pareció delicioso. Ese aroma mañanero en la residencia de estudiantes evocó los años de estudio en torno a los manuales para entender el marxismo.
Petra le explicó que estudiaba un doctorado en la FAMU dedicado a la escenografía de marionetas y que su anhelo era algún día crear su propia compañía para recorrer el mundo difundiendo este complejo arte. La muchacha adquirió un rictus de melancolía para referirse a la historia de su madre. Contó que después de la salida de Carlos de la antigua Checoslovaquia, Ivetta viajó a Alemania con una visa emitida en los últimos meses antes de la caída del régimen. Un avión la fletó como asilada con destino a Londres. El triste récord de convertirse en la última petición de asilo en el Reino Unido tuvo un sabor entre nostálgico y paradójico. Aquel noviembre de 1989 los checos reunidos en la plaza de Wenceslao simbólicamente levantaban sus llaves en señal dimisión del gobierno.
A Petra la crió su abuela en Moravia y de su madre sólo recibía postales esporádicas de los destinos a la que la empresa de cosméticos internacionales la destinaba periódicamente. Carlos observó las delicadas manos de la joven, que se mantenían aferradas al tazón de café, mientras recitaba casi como un monólogo aprendido la historia de su madre. El comunismo para ella no pasaba de un recuerdo lejano y banderas rojas que adornaban de tanto en tanto los edificios de la Plaza Vieja. El final de la historia que Petra relataba coincidía con los intentos frustrados de él por comunicarse con Ivetta. Carlos pensó que había sufrido algún castigo por parte del gobierno ante sus abiertas actividades anticomunistas en los días de la facultad. El relato de la joven, y el orden de los acontecimientos, trajo una pausa tranquilizadora. A modo de epílogo ella le explicó que su novio venía a visitarla habitualmente pero que no había inconveniente en que durmiera unos días en el diván, mencionando que a su madre le hubiese gustado que un viejo amigo latinoamericano se sintiera como en casa y pudiese recorrer las calles de la Praga libre.
Al tercer día el novio no regresó. No llegaría más y sólo por los telefonemas interpelados en un checo áspero se enteró de lo que parecían discusiones amorosas. A partir de esa noche la muchacha casi no salió de su cuarto. Al regresar de los extenuantes recorridos por Praga, la penumbra del diván contrastaba con el reflejo azulado de la televisión y la desnudez de Petra acostada en la cama. En la noche de San Karolo Honfi, patrono de los pobres, la nieve cubría Praga y en el Karluv Most resaltaban sus bloques grises en medio de un manto invernal.
La oscuridad del diván lo sorprendió y el tropiezo con la mesita del teléfono, evidenció que las cervezas le causaban un efecto mayor de embriaguez que en su juventud. La potente luz proveniente del cuarto de la joven hacia imposible que el hombre pudiese desviar la mirada hacia el interior. Desde la puerta, pero en silencio, observó la desnudez que se veía como un retrato intimista asumiendo impecablemente los detalles del autor por la musa inspiradora. Los pezones de Petra apenas rozaban el cubrecama y la diminuta braga contorneaban sus carnes haciendo crecer el deseo de Carlos aturdido por la ebriedad de los Fernet, brindados por los viejos amigos de la facultad. Pesadamente el hombre se sentó junto a la joven, las ansias de acariciarla y la furia del deseo contenido impidieron el decoro del visitante. Intuyendo la escena bajo un manto de indiferencia la muchacha comenzó a desabrochar las ropas frías del extranjero, al tiempo que sus muslos se abrían en señal de entrega. El calzón cayó entre las piernas de la muchacha y con el torso descubierto comenzó el juego erótico secamente. La lámpara de velador cayó apagándose en un relampagueo y las luces de la calle se colaron por los ventanales del cuarto. La búsqueda del placer final aceleró la carrera amatoria. Petra volteó su cara y su voz se quebró en el espasmo final con un grito jadeante y agudo. Él continuaba entre las piernas de la joven, ahora con más bríos y el rostro de ella se aferraba a su torso como un náufrago a una tabla en medio de la tormenta. Las caderas de la muchacha actuaban descontroladamente ante las contorciones del empecinado amante. El deseo inicial se transformó en furia contenida. Aplastó la rubia cabellera de la joven, tironeando con el forcejeo amoroso de la subyugación y la mujer se desfiguró en medio de gemidos de placer y sus pechos, empinados de súbito, recibieron golpes que la llevaron al éxtasis. Exhaustos ambos se quedaron en silencio. La nieve cubría la Ciudad vieja y las luces tenues que iluminan la calle Kaprova ayudaban a los escasos transeúntes a capear los suaves copos de nieve.
La claridad blanquecina despertó a Carlos aturdido por el cansancio y la borrachera. Pensó que todo había sido un error y que la culpa era suya, que su esposa lo esperaba en Viena desde hace dos días y que no había justificación en lo ocurrido. Observó el cuerpo de la muchacha sereno y juvenil rendido a su lado. Belleza que quema, pensó el hombre, belleza que quema, volvió a repetirse. Ese fue el último día que la vio.
Sentado en un banco junto a la casa de Ivana recordó la abrupta salida del departamento de Petra, la soledad de la calle Kaprova y la carrera por la Estación central de Praga. El pesado tren avanzando por rieles cubiertos de nieve rumbo Hradec Kralove, la noche en el hotelito del pueblo, la calidez de Ivana, el encuentro de dos viejos amantes y el aroma a humo y cerveza de los bares de provincia que mitigaron su culpa al menos por ese día.
En la vereda opuesta del río Voltava el parque de Letna impuso a los praguenses, durante los primeros años del comunismo, una enorme estatua de Stalin que fue demolida por la artillería pesada del ejército checo. El terraplén de piedra pulida, que sostenía a la estatua, ahora servía para apoyar los funestos pensamientos de Carlos y la nieve que comenzaba a caer como terrones iba dejando retazos de los vetustos edificios de la ciudad vieja.
En la calle Kaprova dos automóviles de la policía checa se estacionaron bajo el edificio de Petra.
REGISTRO DE PROPIEDAD INTELECTUAL
INSCRIPCIÓN N° 159.210
SANTIAGO - CHILE.
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