Miró hacia él tendido en esa cama junto a ella y descubrió que su alma se convertía en llanto y se le derramaba, y sintió el vaso de su cuerpo no fuera suficiente para contenerla. Lo observó desde esa rendija que aún permanecía abierta pensando seriamente en dar el portazo definitivo.
Podía oír en su cabeza los suspiros, gritos, el odio escupido en las discusiones, los irrefrenables llantos de las noches en vela y las notas de nostalgia que rompen su voz. Estaba convencida de que todos podían oírlo, que los sonidos se escapaban por la ventana abierta en el vacío y volaban cubriendo la ciudad. Pero él no, él sólo escuchaba el tenue ronroneo de un gato que se desvela junto a ellos y maúlla su placidez tras ese simulacro del amor.
Él se colgó del balcón de sus ojos pero ya no sabía mirar dentro de ellos, ya no veía su necesidad de una caricia en la mejilla mientras elegían las manzanas en el puesto de fruta, ni el mar de posibilidades que le brindaban un sábado por la tarde más allá de cine y palomitas. Era como si ella fuera invisible para él que pasaba de largo por su alma y tal vez por su cuerpo, sin observar el par de lágrimas que pugnaban por saltar y a las que nunca dejaría escaparse de sus turbios ojos.
Él se quedó sin habla la primera vez que se cruzaron en el bar de la facultad, y ahora ya no sabía que decir. Su brillante elocuencia le abandonaba cuando se encontraban frente a las tostadas con mantequilla en la mañana o recostados en el sofá delante del televisor en la sobremesa. Ni siquiera parecía encontrar las palabras para hacerse a la idea de que el tedio les estaba ganando la partida.
Ella reía a carcajadas cuando él se extasiaba, asustado ante su cuerpo perfecto de ninfa enamorada, con miedo de tocarlo y deshacer la magia, y que dieran las doce, mas el fuego que desprendía su pasión deshacía los hielos y convertía las risas en jadeos y las calabazas en carrozas. Le mira y la sonrisa se tiñe de la melancolía recordando la tibieza de cada uno de sus besos. Y se levanta, y mirando su cuerpo ya dormido se esconde en la terraza para que la brisa de la noche de agosto sea quien le acaricie.
Y le sigue mirando, quiere retener su presencia en un instante para después, al llegar la mañana buscar en los bolsillos, en cajones y armarios dónde están las razones a tantos sin sentidos, a miradas ausentes, conversaciones sin nada que decirse. Quiere salir de allí y encontrar ese trocito de parque en que se acurrucaban y en el que aún sin duda permanece, escondido en la hierba, el sueño que guardaban y que no habrá sido roído por el tiempo, los azares, la vida fuera de ellos, esa que sí han sabido alimentar con mimo. Y se quiere marchar, volar muy alto, encontrar otros sueños por los que luchar.
Y piensa en los papeles que tendrá que tirar, los e- mails que tendrá que borrar, las apuestas perdidas, las canciones que nunca volverán a tener sentido porque ya no vendrán de su mano. Y en la cama ocupada por un cuerpo que no es el suyo, en vestirse y abandonar la casa del amigo para ir al trabajo, y en la pantalla ya vacía de mensajes. Y llora en el frescor de la noche de agosto, sentada en la terraza. Y deja que sus lágrimas se derramen, y ardan, y cautericen su dolor aunque sólo sea momentáneamente, y se lleven al menos esa parte podrida que le deja el vacío, y le anestesien, y le dejen dormir hasta la madrugada.
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