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Esa tarde no cogió el ascensor, subió las escaleras hasta el tercer piso lentamente, con la mirada perdida. Mecánicamente se paró delante de la puerta del 3º B y buscó la llave en el bolso, con movimientos torpes la metió en la cerradura. Una vez dentro dejó caer al suelo el bolso y la gabardina que llevaba en el brazo, se dirigió al cuarto de baño sin saber muy bien para qué. No quería llorar, no quería sentir pena de si misma, pero terminó dejando que las lágrimas empaparan su rostro, que el sollozo quedo del principio se convirtiera en un irreprimible llanto; levantó la tapa del bater y vomitó toda la bilis que había en su estómago hasta quedarse extenuada, resbaló poco a poco hasta quedar sentada en el suelo, doblada sobre si misma y sin querer contener las lágrimas. Estuvo así hasta quedarse seca.

Después dejó que se llenara la bañera y se dio un largo baño, hoy no quería ahorrar más agua, había dejado de importarle la sequía y decidió derrochar, gastó agua a raudales, y ese gel tan caro que se compró en uno de esos momentos de euforia en que quiso ser la mujer más hermosa del mundo para algún “él” que ya no recordaba, se embadurnó con esa crema hidratante que sólo usaba en los momentos especiales, tiró todos los potingues baratos que solía permitirse. Después le tocó el turno a su armario, se deshizo de los jerseys de mercadillo y de los vestidos de años anteriores que almacenaba por si se volvían a llevar. Anuló la cita con el dentista y la comida con su hija, sabía que la contaría el último problema que había tenido con su novio, o con su compañera de piso, o con el sueldo que no le llegaba para comprar todas esas cosas que le gustaban.

Se dirigió a la oficina y entró en el despacho de su jefe. Por el camino iba pensando en decirle lo despreciable que era, lo que le dolía sentirse explotada por él y lo que le repugnaba tener que aguantar su aliento cerca de ella cada vez que le dictaba una carta o le daba instrucciones sobre cualquier tema. Finalmente decidió que no valía la pena. Simplemente pidió la cuenta y se despidió con un “hasta nunca”. Fue a la mesa de aquél compañero casado con el que se veía a escondidas desde hacía meses y le dio un apasionado beso que él, desconcertado, no rechazó; las normas de la empresa prohibían las relaciones entre trabajadores pero ella acababa de romper su contrato laboral le explicó, así que no tenía que preocuparse, tampoco por su mujer, no creía que “lo suyo” durase demasiado.

Finalmente pidió un taxi que la llevase al aeropuerto y compró un billete de avión, del primer avión que despegase, sólo de ida, no tenía pensado regresar.

El día que supo que iba a morir comenzó a vivir intensamente.




Texto agregado el 30-09-2007, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
01-10-2007 ¡que fuerte! entonces a vivir desde ya por si acaso australia
 
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