Tenía la carita redondita como una luna llena, y sus ojitos, dos lunitas más pequeñas, me seguían por la casa adueñándose de todo mi alrededor.
Su risa era la inocencia que no se recuerda y sus brazos se extendían infinitos hacia mí como si fuera yo el horizonte más bello, la luz más tibia de su hogar.
Cómo no odiar su voz ansiosa de todo lo mío, cómo no querer olvidar el nombre que me dio, cómo no acallar su llanto con mis gritos, cómo no dejar su manito sucia aguardando, miedosa, mientras yo huía apagando el sol.