Veinte años después, el pasado regresó de pronto con el sorpresivo encuentro de aquella ex compañera de trabajo. Cuantas añoranzas surgieron al instante, todas ellas agazapadas en mi mente, patinadas por el olvido. Mi corazón latió emocionado al saber que esa existencia pretérita no se había borrado del todo, que allí estaba esa estimada mujer para evidenciar que en algún instante todo existió en realidad.
-Que estoy más vieja, -que los años pasan, -Tú estás bien, -Que gusto enorme, amigo, que felicidad más grande. Y de inmediato, las preguntas de rigor: -¿Qué fue de fulano? ¿Y de zutano? –de mengano nunca más se supo nada.
Y en ese desgranarse mutuo de recuerdos y evocaciones, nos dimos cuenta de la multitud de amigos que se quedaron en el camino. Reflexioné, me asistió la certeza que el que escribe nuestras vidas es un consumado libretista que sabe destinarnos finales sorprendentes. Desde la epifanía de reencuentro, pasando por la resurrección de los sabrosos recuerdos y de los instantes solemnes, desembocamos, irremediablemente en el afluente triste de los obituarios.
-Se murió el pobre, un cáncer.
-Mi padre falleció hace cuatro años.
-Tan abnegado el pobre viejo.
-La niña de Farmacia falleció hace tiempo. ¡Y que triste muerte, amigo! ¡Que muerte!
Y yo que la había imaginado hasta ese momento, viva y saludable. -¡Que perra vida, amiga! ¡Que perra vida!
Y así nos sorprendimos, contemplándonos el uno al otro con extraña voracidad, yo tratando de tejer viejas situaciones asociadas a esa imagen reaparecida de pronto, desde un ayer que parecía muerto, ella mirándome con la misma perplejidad, acaso recomponiendo también las osamentas de ese pasado insepulto.
Nos prometimos llamarnos, anoté su número telefónica y ella el mío.
Acaso transcurran veinte años más y cuando nos reencontremos, si es que existe esa fortuna, ella dirá:
-Que gusto de verte viejo amigo.
Y yo sonreiré con escepticismo, porque ya no podremos con el dolor y con la nostalgia o, por el contrario, acaso nuestros sentimientos, hechos sal, se habrán adherido a nuestros huesos y sólo transitaremos por la vida como una simple y vulgar mala costumbre. Lo que no obsta para que, una vez más, intercambiemos números telefónicos, con la promesa majadera de llamarnos en algún momento. Veinte años no son nada, cincuenta tampoco, hasta la eternidad se transforma en un suspiro cuando existió un pasado esplendoroso y aun queda memoria para recordarlo…
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