En un mundo de televisión, drogas y mucho inglés, en un territorio determinado, te encuentras tú.
Te gusta más escuchar música en español, porque puedes entender un mayor porcentaje de lo que el cantante está tratando de decirte.
De decirle a tanta gente.
De no decirle a nadie.
La televisión te adormece. La utilizas cuando quieres pero no puedes dormir.
A veces duermes.
A veces no.
Nunca te has drogado.
Prometes que nunca lo harás. Pero en realidad no sabes.
Le prometiste a tu abuelo que no ibas a cortarte el cabello como regalo de cumpleaños, pero lo hiciste.
Prometiste dejar de fumar, pero lo sigues haciendo. Y más que antes.
Tienes anemia, y te recomendaron empezar a comer carne, pero te rehúsas a hacerlo.
Sabes que te haría bien, no lo haces.
Hay canciones en las que se repite una sola frase.
Esa frase es tu favorita, la que más te gusta.
Sabes que no son necesarias muchas palabras, muchas acciones para que algo de verdad te guste. Se convierta en tu favorito.
Puede más de un objeto, canción, situación, persona, gustarte mucho.
Algunas veces deben darse dos situaciones simultáneamente para que se conviertan en tu situación favorita.
Un helado con dos bolas, por ejemplo.
Limón y dulce de leche.
El limón no es nada sin el dulce de leche. Lo mismo ocurre de manera inversa.
Mucha gente en el mundo detesta los helados.
Otras veces las situaciones deben ocurrir por separado.
Pero ambas son tus favoritas.
Ambos hombres te gustan de verdad.
Sientes que eres muy feliz cuando besas a uno, cuando te besa y piensa que eres lo más hermoso que ha besado.
Hay muchas cosas hermosas que no se pueden besar.
Un iceberg gigantesco, por ejemplo.
Te encanta que el otro te muerda la panza, cuando te muerde y piensa que eres lo más hermoso que ha mordido.
Pero hay muchas cosas hermosas que no se pueden morder.
El fuego.
Este último también es tu favorito. Aunque no se pueda morder o no pueda morderte.
Te gusta cuando hace frío.
Cuando alguien acompaña la noche de fogata, con una guitarra y su voz.
Cuando canta tu canción favorita.
Nunca nadie ha cantado tu canción favorita en una noche fría de fogata.
Pero como te gustaría.
A mucha gente en el mundo le gustaría lo mismo.
O no.
O le gustaría, pero no sería una de sus situaciones favoritas.
Los sábados por la mañana sales a caminar por el centro.
Mientras escuchas música simulas que estás en otro país.
Que lo último que podría pasar es que alguien te conozca.
Que alguien te grite desde un auto y te pregunte donde estás yendo para poder acercarte, o que simule que tiene un teléfono con los dedos y los apoye en la oreja y boca mirando hacia atrás y después, utilizando también los dedos, esta vez los dedos índices de ambas manos, haga movimientos circulares.
Y tú no tengas claro si quiere que lo llames o que más tarde esperes su llamada.
Simulas que no estás en un país pobre, caminando por las calles de mejor nivel.
Ignorando a los miles de mendigos que piden monedas sentados en las aceras de las calles de un nivel más bajo.
Una mendiga con siete hijos, por ejemplo.
Todos sucios y en fila, sentados en alguna grada de la plaza principal.
Un hombre sin piernas sobre una carretilla pidiendo monedas a la gente que transita en los autos, y cuando los semáforos están en rojo.
Pensando que todos van a conmoverse de su ausencia de miembros inferiores apoyados en el metal frío de una carretilla.
Pensando que ese día es el día en que más lástima va a causar, y por consecuencia el día que más monedas va a tener en el bolsillo.
Sólo pensando, porque suele pensarlo mucho, pero nunca le sucede.
Compras inciensos en una tienda en la que venden ropa y accesorios de mala calidad, que supuestamente importan de la India, donde no se comen a las vacas, pero en realidad las importan de China, donde se comen cucarachas y probablemente cualquier ser vivo que se mueva.
Recuerdas que te contaron que en esos países extraños y muy lejanos, hay gente que fabrica adornos multimillonarios.
Crían a los gatos dentro de una botella que no tiene la forma de una botella, alguna forma mas bien extraña.
Y cuando crecen, adquieren esa forma.
La belleza de estos adornos radica en que el gato está vivo y puede ser alimentado, mientras ves abiertos sus hermosos ojos verdes, o azules, y su nuevo cuerpo deforme.
Piensas que se deberían llamar sufrimiento embotellado.
O gatos embotellados.
O bestialidad humana.
Agradeces que la tienda no importe ese tipo de producto, sea cual sea su nombre.
En caso contrario te verías obligada a salir de tu casa con una pistola en la mochila.
Una pistola que te serviría para matar a todos los gatos embotellados y al tipo que es dueño de la tienda.
Imaginas que título tendría el artículo que publicarían al día siguiente en el periódico.
El más adecuado sería: bestialidad humana.
Aplicada para los señores que se dedican a hacer estos adornos, a los que los importan y comercializan en sus tiendas, y a tu persona.
Más acorde para los primeros que son causantes de toda la cadena subsiguiente.
Visitas a tu tía en la tienda en la que trabaja como cajera.
Es un bazar, no una tienda.
O una tienda en la que venden artículos que podrías encontrar en un bazar.
Es una señora mayor.
Nunca recuerda tu nombre, pero te saluda como si durante el día no haría más que pensar en ti.
En tu cabello rizado.
Tus largos dedos de la mano.
Y en tu tan notoria juventud.
Que ella no tiene, pero tuvo.
Que tuvo y extraña.
Al despedirte dejas que toque y acaricie tus manos, sin interrumpirla cuando se queda colgada y piensa que el tiempo no pasa, que tú no te das cuenta de nada.
Cuando ya te has ido, tu tía se mira al espejo y llora.
O sonríe.
O sólo se mira, sin mover ni un solo músculo de la cara.
Y después enciende un cigarrillo, uno de los tantos que enciende durante el día y que encendió durante toda su vida, y que quizás es causante de sus actuales arrugas.
Mientras se mira en el espejo, tomas un café en un boliche de la plaza principal, en la que la mayoría de los clientes es gente mayor, como tu tía.
Piensas que algún día deberías invitarla a que vaya contigo.
Para que puedan sentarse en alguna mesa con mucha gente, y tu tía pueda compararse de una manera más justa, más reconfortante.
O para que encuentre a algún señor buen mozo del que pueda enamorarse.
O para que se aburra y no haga más que mirarte.
Pides siempre un capuchino, con espuma de leche.
De todos los cafés que has probado ése es tu favorito.
El que más disfrutas.
Te gustaría ser la única cliente del boliche, pero nunca te ha sucedido.
Para volver a tu casa tomas un trufi.
La mayoría de los que pasan por esa calle te dejan cerca de la de tu casa.
Eliges en cual vas de acuerdo a su tamaño, la cara que simula tener con los faroles y el parachoques, y su disponibilidad de asientos.
Eliges el asiento más alejado, para tener una mejor visión de las cosas extraordinarias que podrían suceder.
O no podrían suceder.
Piensas que en ese trufi debe haber todo tipo de personas.
Desde personas con hemorragias internas hasta ladrones.
Abogados, doctores, comerciantes.
Pero que en ese preciso momento, y en ese lugar determinado, todos son pasajeros de un trufi.
Sin importar lo que hicieron antes de subirse o lo que harán cuando se bajen.
Prefieres los días nublados.
Prefieres el día antes que la noche.
Prefieres los sábados en la mañana para dejar a tu imaginación libre.
Para sacarla de la jaula.
Y dejar que mate a todas las personas, como un león.
O las fastidie por un rato, como un mono.
O no haga nada, como un león o un mono de peluche.
También te gustan los domingos, aunque los sábados sean tus favoritos.
Te gustan porque el silencio se hace presente.
Y los parques están abiertos.
Y porque los domingos, tu ciudad podría pasar por cualquier otra.
La que más te guste.
Tu favorita.
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