EL ANGEL
Era un ángel sin memoria, un ángel que ya no tenía rumbos, ni pisadas por detrás ni camino por delante, ni un lugar donde llegar, en el que alguien lo esperara.
Su historia era como el agua, sin forma y acaso puro reflejo, y su porvenir; solo un sueño del que despertaba cada noche, como volviendo a comenzar, como volviendo a finalizar.
No comprendía el ciclo mortal del tiempo porque ya no tenía referencias.
Buscando respuestas se dirigió a los hombres que lo rodeaban y les habló.
Brusca y torpemente se dio cuenta que su voz no era más que un canto sordo en un idioma jamás hablado u oído por ningún mortal.
Nadie lo escuchaba, nadie lo veía y alzó sus alas en señal de dolor…
Comenzó a caminar.
Desde más de cien mil pasos, cien mil veces recomenzados tomó conciencia de que ya no recordaba su nombre: no el suyo que era —claro— ángel, sino el de su “guardián”.
Aquel nombre que con solo pensarlo lo alzaba al mundo de las flores, lo volvía etéreo, lo llevaba en vuelo flotando sobre sus alas de lluvia y viento.
Tarde se había dado cuenta que los ángeles no son los guardianes de las almas como todo el mundo cree. Estas lívidas criaturas son veladas por los hombres nobles.
De los hidalgos, los ángeles toman el soplo de vida. Viven con su vida, se refugian en la noche y renacen junto a ellos al final del sueño. Caminan a su lado, todo el tiempo aprendiendo.
Más cuando el guardián se retira a la morada de Morfeo, a ese inmenso silencio de la imagen y la conciencia, en esos momentos los ángeles descansan y se reúnen en cónclaves e intercambian música e historias. Agradecen por la vida prestada, hacen invocaciones y entretejen nuevos fragmentos de eternidad.
Y, al final de cada sueño, vuelven con el alma a recobrar su vida, y estallan en júbilo y alegría.
Se los puede escuchar cantar por la mañana, y se los reconoce fácilmente en el canto de los gallos, el zumbar de las abejas al sol o la danza de las hojas con el viento.
Y, la única condición para renovar su ciclo de vida y sueño es jamás olvidar el nombre de su guardián, jamás distraerse o suspirar por otro mortal.
Uno debe ser un ángel bien atento si quiere renacer cada mañana…
Ella caminaba sola esa mañana. Tan libre y tan alegre que no se lo podía distinguir del mismo aire. De sus poros brotaban en aromas, las flores de todas las primaveras de los tiempos y en su pelo se habían escondido diez mil estrellas del firmamento.
Su andar era música, era poesía, era una metáfora de la vida.
El ángel la vio, y se dio cuenta del peligro. Pero no pudo ni quiso evitar contener el aliento. El aire lo inundó por completo y su respiración se volvió suspiro. Se escuchó un grito.
Fue el castigo divino impuesto desde los tiempos de las primeras lluvias.
Cayó como un trueno y el día se robó una lágrima, se llevó el lamento.
Fue su mirada, fue el suspiro y su eternidad se detuvo. Desde ese instante fue el silencio.
Y desde allí hasta aquí solo camina.
Y desde allí hasta aquí se mueve entre los hombres como una sombra sin cuerpo.
Y desde allí hasta aquí, solo él y su silencio, solo él ya sin guardián, solo él con su silencio…
H |