Crónica de un destino
Día 28 de septiembre de 2007 a la 1,15 de la tarde salí de mi hogar con la misión de llegar a la escuela. Mis pasos lentos me iban alejando. El clima era agradable: un sol acariciante y una brisa encantadora. Como siempre, me topé con los estudiantes que van saliendo de una preparatoria que ignoro el nombre, es de tres pisos, sus muros reforzados parecen hechos para que nadie salga, es un misterio, se ha dicho que por las noches se ven sombras recorriendo el lugar. En fin, caminé unas cinco cuadras y llegué a la esquina donde siempre espero el micro (así se le llama al transporte público en Ensenada) y claro, como su nombre lo indica, son muy pequeños; casi siempre me quedo sin lugar, si no es porque no hay lugares vacíos es porque sube alguna señora o doncella a la cual le tengo que ceder el lugar, ya que después dicen que los caballeros murieron en la Edad Media. En el camino percibí pláticas sobre escuelas, algunos escuchaban música y veían por la ventanilla, otros viajaban dentro de sí mismos, y yo parado cargando mis dos mochilas, una de ellas pesaba demasiado. No sé como es que ese micro pudo con tanta gente.
Pasaban cuadras; me fijé en el aterrador reloj. A mi mente vino la pintura de Dalí “Persistencia de la memoria” o “Los relojes blandos” y el poema de Baudelaire “El reloj”: “¡Oh reloj! Dios siniestro, espantable, impasible, cuyo dedo amenaza y dice ”. Más cuadras, y por fin entramos en la Juárez (calle Quinta y principal del centro de Ensenada). Una, dos, tres… perdí la cuenta y llegué a la esquina más transitada; se dicen muchas cosas sobre esa esquina, hasta hay leyendas que prefiero no contarlas ahora. Me dirigí a la central camionera. Era la 1, 50 y me dijeron: “El camión a Tijuana saldrá a las 2, 00”. Entonces, me senté en las bancas que tienen allí, muy incómodas por cierto; miré a mis lados, saqué un libro de mi mochila de nombre “Voces de Hispanoamérica”, lo abrí y leí el índice: “Sor Juana Inés de la Cruz”, “José Asunción Silva”, “Horacio Quiroga”, “Juan Rulfo”, “Jorge Luís Borges”, son demasiados. Lo hojeé hasta que me decidí por “La isla a mediodía” de Cortázar. ¡Cielos! en lo que me decidía se hicieron las 2,00 y ya era hora de irme al camión. Le entregué el boleto al chofer y me regresó el talón, después me subí y me senté en el lugar veintitrés, a un lado de la ventanilla. Abrí el libro y empecé la lectura. Me dije a mi mismo “Otro día en Tijuana, lejos de Ensenada”. Proseguí la lectura: “La primera vez que vio la isla. Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la madeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venia…” después leí en silencio, ya que al parecer a mi vecina le molestaba; era una señora de unos 37 años, cabellos rizados y cortos, daba la impresión de ser una persona enojona.
Pusieron una película, la cual no se miraba bien por el movimiento del camión y lo anticuado de la televisión. Me asomé por la ventanilla y mi vista quedó alagada por el mar que estaba en su gran expresión: las olas en su vaivén, los barcos de pescadores en su fiel oficio, las casas costosas de gringos retirados apoderándose de esa tierra, automóviles que van y que regresan. Adentro algunos durmiendo, otros viendo la imagen trémula de la televisión. Seguí leyendo. Ya eran las 2, 45 y ya casi llegábamos a Rosarito. Proseguí con “La siesta del martes” de García Márquez y luego a las 3,15 “Semejante a la noche” de Alejo Carpentier, el cual no terminé pues me fue dando sueño. A las 3,40 me desperté como por arte de magia, pues ya íbamos entrando a la central de Tijuana.
A las 3, 45 me dirigí a esperar el taxi, el cual no pasaba. 3,49 y por fin, me subí y me tocó un lugar incómodo, apenas si cabía, pero no le di importancia. Pasaron diez minutos y me bajé por donde está la biblioteca más grande de México. Caminé, pasé por el edificio 19 y por fin llegué a mi destino a las 4,04 de la tarde. Y mi pregunta de siempre ¿Por qué tengo que vivir tan lejos…?
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