Me encuentro en la antigua plazoleta del pozo, mis compañeros y yo mismo yacemos amontonados, apilados sin orden, formando una montaña anárquica. Pero no debo quejarme, he tenido suerte, estoy en la parte superior de este amasijo de deshechos, otros se llevan lo peor y soportan impávidos, estoicos, el peso de los demás. Debéis perdonarme, aún no me he presentado, soy un vagón.
Sí, un vagón, un simple vagón de mina; dos ejes, cuatro ruedas y un recipiente metálico; poco sofisticado, lo se, pero muy práctico sin embargo. Mi situación actual es patética, pero no lo dudéis, he conocido tiempos mejores. Aún recuerdo el rítmico traqueteo de mis viajes por el exterior de las instalaciones, hasta llegar a las inmediaciones del pozo, vacío todavía de toda carga, ligero y ansioso por hacer mi trabajo. Una vez allí, un pequeño descanso, una parada breve esperando el turno de realizar en la jaula un descenso raudo y vertical hacia la oscuridad. Ya en el interior, encaminado hacia el lugar en que me llenarían de negro mineral, rodaba feliz sobre las irregulares vías; cubiertas estas en ocasiones de una espesa capa de polvo, enlodazadas en otros tramos del trayecto, víctimas de la mezcla de tierra y agua que incesantemente se filtraba y caía en la estrecha galería. Anhelando siempre el momento, ese instante maravilloso en que de tres golpes de “bocarrampla”, llenarían mis entrañas de magnífica hulla. Después, orgulloso viaje de vuelta, ahíto de carbón. Contento en extremo por la tarea realizada, ascendía rápidamente hacia la luz, donde tras un corto recorrido me vaciarían para poder realizar el mismo ciclo una y otra vez.
Bien es cierto que en mi vida laboral he sufrido accidentes, nada grave sin embargo; sólo algunos cortes, profundos eso sí, pero el calderero me los restañaba, bien a base de soldadura, bien con algún remiendo metálico con el que tapaba las heridas de mi férreo pellejo.
Una fría mañana de enero le ví, me encontraba en el exterior, esperando mi turno para bajar a la mina, aguantando las gélidas temperaturas propias de esta época del año. Cruzaba desde el aparcamiento, era un hombre alto, endomingado, elegante. De su cuidada mano derecha colgaba un maletín coriáceo y abultado. Más tarde lo supe, ese maletín portaba mi desgracia. Eran papeles, sólo papeles, pero significaban el cierre de la explotación. Estadísticas, cuentas, estudios de yacimientos, informes de viabilidad, en fin cuestiones ininteligibles para mí que me llevarían al fatídico momento en que la actividad cesaría..
Se reunieron y analizaron todos los documentos, durante días observaron los pros y los contras. No tardaron en llegar a la dolorosa conclusión de que esto ya no era rentable, producía pérdidas, no merecía la pena.
Si durante sus días de estudio se hubiesen asomado a la ventana, aunque hubiese sido por un momento, se hubiesen dado cuenta, tal vez, que detrás de todos esos números había….vagones.
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