SILENCIO
Víctor era un chico de 12 años, alegre, desenfadado, inquieto, de esos que no dejan de moverse ni un momento. Traía de cabeza a su madre, a sus profesores, a su hermano pequeño e incluso a su perro, un mastín grande al que utilizaba como caballo.
El colegio para él era un martirio, tantas horas en clase, prestando atención a lo que decía la profesora, pero para que darle tantas vueltas a las cosas, si él lo entendía a la primera, pensaba una y otra vez, y claro se aburría, y luego pasaba lo que pasaba, los compañeros de las mesas de al lado se revolucionaban por su culpa, y ahí estaba Pilar, la profe diciéndole, machaconamente SILENCIO, SILENCIO, SILENCIO, cada vez subiendo más el tono de voz, mas enfadada, hasta que al final perdía los nervios y lo echaba de clase, lo mandaba con la directora. Víctor no entendía por qué, si total él sólo quería ayudar, hacer la clase algo mas amena, por eso hacía preguntas interesantes. No, no eran absurdas como decía la maestra, lo que ocurría es que seguro que no sabía contestarlas, y por eso se zafaba de él quitándolo de su vista.
¡Que aburrida era la lengua!, tantos sustantivos que concordaban con los verbos, y para qué servían le preguntaban una y otra vez. Pues, ¡para qué iban a servir!, dormir para descansar, y saltar para jugar, ¿y a eso le llamaban respuestas absurdas?, y nada, cada vez que lo iba a explicar la misma cantinela, SILENCIO, SILENCIO, SILENCIO.
Y el “cono”, ese si que era bonito, con sus ríos, sus montañas, los árboles y animales, pero tampoco ahí servían sus explicaciones. A él le gustaba inventar historias, contar cómo el río corría cristalino desde las montañas de su pueblo, cómo el agua cantaba alegremente chocando contra las piedras en su camino, pero no, todo era curso alto, curso medio, curso bajo. Y cuando él quería decir que los árboles, los días que hacía viento abrían más sus copas para dejar que el aire les peinase, otra vez esa profe, mirándole desde arriba, por encima de sus gafas, y él ya se sabía la cantinela, SILENCIO, SILENCIO, SILENCIO.
Esa mañana, Pilar debió de llegar de mal humor, porque se enfadó con él antes de lo habitual, lo mandó como otras veces con la directora, no sin antes decirle anda, que no hay quien te aguante, tienes la cabeza llena de pájaros. A Víctor ya le daba un poco lo mismo, sabía que le esperaba una regañina y pasar la mañana sentado en esa mesa tan fea, copiando cualquier tontería.
Pero de camino al despacho de dirección ocurrió algo sorprendente, los árboles del colegio estaban llenos de pájaros que cantaban, todos a la vez, ¡¡no podía creérselo, le estaban llamando!! Salió al patio, después saltó la valla y siguió a los pájaros, continuó andando y andando hasta aquel monte cercano donde unos días antes habían ido a celebrar el día de la tortilla, no era muy alto, no tendría problemas para llegar a la cima.
En el colegio ya se habían dado cuenta de que Víctor no había llegado al despacho, en principio pensaron que estaría escondido en el trastero donde guardaban los disfraces de carnaval, después recorrieron todo el patio, todos los recovecos, se estaban preocupando realmente, Pilar ni siquiera estaba enfadada con él, sólo asustada, pensó dónde podría estar metido aquél trasto de niño. Hasta que sin darse cuenta miró hacia arriba, y oyó cantar a los pájaros, y el viento peinando las copas de los árboles, y perdió la mirada en el infinito y se encontró con el monte donde habían ido de excursión unos días atrás, y recordó el arroyo donde el muchacho se cayó de cabeza, y no pudo evitar una sonrisa pensando, como siempre metido en todos los jaleos.
Cogió su coche y fue hasta aquel monte, subió el camino hasta encontrar al chaval, sentado a la sombra de un árbol, pero Víctor, muchacho, cómo se te ha ocurrido venirte aquí, no había enfado en su voz, sólo alegría. Fue él quien poniendo un dedo en sus labios le dijo muy bajito SILENCIO, y le hizo escuchar a los pájaros trinando, y al agua cantar mientras bajaba alegre el arroyuelo, y le mostró las flores, esas que él no sabía que tenían pétalos y sépalos, pero que comenzaban a pintar el campo de colores alegres. Y ella se dio cuenta de que el verbo “mirar”, además de pertenecer a la primera conjugación servía para disfrutar todo aquello, y que “prado” no sólo era un sustantivo, masculino singular, sino una preciosa extensión verde a sus pies, y que SILENCIO, era una palabra que a partir de ahora tendría mucha menos importancia en su vocabulario.
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