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LUCÍA

Siempre había sido igual, la misma mirada segura, el gesto serio, responsable que le hacía parecer mayor, en el colegio cuando escuchaba atentamente a la profesora desde la primera fila, en el parque donde nunca se manchaba el vestido, ni siquiera las manos, mas tarde en el instituto sin suspender jamás ninguna asignatura, o en la universidad, sin una sola pella.

Lucía aparcó su coche, uno de esos coches caros, incluso lujosos, oscuro, sobrio que la identificaba como la mujer triunfadora que había logrado ser. Aún recordaba sus comienzos en aquella empresa en la que lo aprendió todo recién salida de la facultad, sin permitirse ningún error, ningún desliz, con fama de demasiado introvertida, demasiado solitaria entre sus compañeros, pero había alcanzado su sueño, su meta, su razón de ser, lo sabía todo sobre el mundo de las finanzas, sobre ese campo tan poco transitado por las mujeres, acotado por los hombres, siempre mas ambiciosos, siempre más audaces. Ella se había propuesto llegar a lo más alto, conseguir ser una mujer independiente, una gran profesional, ¡¡y lo había conseguido, vaya si lo había conseguido!! Fueron años muy duros, con muchos sacrificios, muchas horas de estudio, más de trabajo, pocas diversiones, menos copas o reuniones con amigos los fines de semana. Pero ahora, con el paso del tiempo recogía el fruto de todo aquello, era imprescindible en la empresa, todos los movimientos importantes pasaban por sus manos, contaban con ella para tomar cualquier decisión. Había triunfado.

Paró el motor del coche delante de aquel parque, era un lugar agradable, acogedor, repleto de frondosos árboles cuyas copas cubrían de sombra esa ya calurosa tarde de mayo. ¿Realmente había triunfado? Encendió un cigarrillo, fumaba demasiado últimamente, pensó que un día de estos debería de plantearse dejarlo, era una de las pocas cosas que no había conseguido controlar, su adicción al tabaco. Se paró un momento a pensar en su vida, esa que también tenía fuera del trabajo, con Fernando, su marido, el médico de prestigio, la pareja perfecta, ni una discusión, ni una voz mas alta que otra, juntos siempre que el trabajo se lo permitía, compartían vacaciones de verano en lugares exóticos, y escapadas invernales en las mejores estaciones de esquí. Y las niñas, Blanca y María, las gemelas, tan guapas, tan alegres, siempre tan educadas, formaban una familia ejemplar, no podía pedir más a la vida.

¿No podía? Dio otra calada a su cigarro, seguía allí, dentro del coche con la mirada perdida o más bien fija en ninguna parte. Conocía ese lugar como la palma de su mano, era donde jugaba de pequeña, cuando su madre las llevaba a ella y a su hermana Candela, nunca habían elegido mejor un nombre. Candela era luz, alegría, era la que se metía en los charcos y la que jugaba con la arena para desesperación de su madre que veía cómo volvía a casa con el vestido sucio y despeinada, no como ella, mucho más tranquila, entreteniéndose con cualquier cosa, bien en el banco donde mamá charlaba con las amigas, o paseando por los caminos de arena con otras niñas.

Aún recuerda el gesto de repugnancia de su madre aquella tarde, cuando Candela se acercó hacia ellas, corriendo, alborotando y puso esos dos bichos en la palma de su mano, eran dos orugas grandes, reptando lentamente, regodeándose en cada uno de sus movimientos. Lucía no había retirado la mano, es mas, la había resultado una sensación placentera, agradable, casi cálida. Incluso había preguntado a su madre si podía llevárselas a casa, aunque ya sabía la respuesta.

Tampoco se le olvidará la irrupción de su hermana hace unos meses en la fiesta de cumpleaños de las niñas, la tía Candela siempre era un ciclón, traía juegos, adivinanzas, y en este caso a su amigo Oscar. Se habían visto más veces a partir de entonces, habían salido todos juntos en distintas ocasiones, incluso habían compartido unos días de vacaciones en la casa de la playa. Allí las tardes con Oscar habían sido especiales, llenas de luz, de mar, de tranquilidad. Después, en otoño, ya sin Candela se habían encontrado alguna vez al salir de la oficina, Oscar le daba la paz después de un duro día de trabajo, le hacía reír, se relajaba, frecuentaban tascas y mesones.

Unos días atrás Oscar le había propuesto pasar unos días de descanso, solos, en aquel pueblo que los dos conocían por las excursiones familiares de fin de semana, ese que tantas veces veían en lo alto del cerro cuando conducían camino a la finca. A Lucía se la había encendido la luz roja, la mujer responsable había vuelto a renacer en ella. Y ahora allí estaba, en el parque de su niñez, recordando el episodio de las orugas, y mezclándolo con sus actuales sensaciones. Y ahora como entonces sabía que era el momento de volver a la realidad, y en aquel coche sus sueños, como entonces las orugas se deslizaron despacio, moviéndose cansinamente mientras parecían desaparecer en la arena dibujando la palabra “adiós”

Texto agregado el 29-09-2007, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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