Domingo
La mesa tronaba, como los relámpagos sobre el lago, cuando Domingo opinaba. Su manotazo sobre la superficie creaba concéntricas hondas que avanzaban hacia la cosas dispuestas, estremeciendo tenedores , platos y cuchillos. Todos remecidos en forma violenta cuando sus ideas discrepaban de las del grupo presente, obligando a fuerza de intimidación trastocar las opiniones del resto. Hecho esto se mostraba satisfecho y bien dispuesto a beber un vaso de vino tinto para celebrar el ”acuerdo”.
Podría decirse que dentro de estos breves y distantes episodios sociales, Domingo reafirmaba cada año las certezas que se adormecían durante su vida diaria, no quiero decir que Domingo no razonara, si no que simplemente su vida era mucho más sencilla a solas, libre de compañía congénere. Se rodeaba de las precisas mascotas apropiadas para la olla, como patos, chanchos y gallinas, como también los perros que tapizaban su cama para asi palear el frío y la soledad de las noches del sur.
Su casa, un gran cubículo obscuro, absorbía sobre la fachada el generoso musgo de sus cimientos, mientras la grasa de las paredes interiores se acumulaba año tras año, como las cenizas de la inmóvil estufa de acero.
Domingo no necesita de sus hijos, necesita tiempo para olvidarlos, junto a los errores de su vida, cercenando primero que todo de la memoria la matriz que los puso bajo su paternidad, sacándolo, a fuerza de deberes, de una vida libre y desapegada de las cosas y las personas.
Domingo ya es un ser encorvado. Su metro ochenta de estatura se transformó en una curva lumbar. Entonces su barbilla ya no puede elevarse demasiado para despreciar las opiniones ajenas. Los pollos y cerdos mueren de a poco y las siembras se pierden antes de su cultivo, por que la juventud y la arrogancia se marchan juntas agachando inevitablemente la frente con los pocos dientes apretados.
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