Media noche, tarde para estar sola en la calle pero temprano para haber concluido una noche de bebidas embriagantes. Por algún motivo que en ese momento no recordaba, decidí salir sin mi auto, por lo que me vi en la necesidad de tomar un taxi. Nunca fui muy estricta para elegir uno, pero esa noche sin prisas me di el lujo de esperar un taxi que fuera de mi agrado, siempre me han gustado los autos pequeños. No esperé mucho para ver que se aproximaba un auto compacto de alquiler, a simple vista se veía desocupado así que le hice la parada y lo abordé.
El hombre al volante aparentaba aproximadamente 30 años. Comenzó a entablar una conversación sin trascendencia, como todas las conversaciones con taxistas fue introducida con un comentario acerca del clima. No tardaron en aparecer esas preguntas que se contestan con las siguientes opciones: si pues sí, no pues no, no pues sí; o con un poco de cortesía: tiene usted razón. Son respuestas – comodín porque son capaces de responder a cualquier pregunta y darle la razón a cualquier persona sin importar lo que haya dicho.
Ahora que lo pienso, eso no era una conversación, era un soliloquio comentado; el taxista nunca dejó de hablarme (o hablarse) de su novia infiel. Yo sólo había intervenido cuando respondí al saludo, cuando le dije a dónde ir y cuando le di mi nombre. Tres veces había hablado y nada más porque él me indujo, de lo contrario no lo habría saludado ni me habría tomado la molestia de inventar un nombre; el ¿dónde ir? unos minutos después sería lo menos importante de responder.
La voz del sujeto se volvió cada vez más tenue hasta convertirse en un ansiado silencio. Cuando levanté la vista hacia el espejo retrovisor vi que su boca se movía, nunca dejó de hablar, pero se le fue el sonido como a las televisiones de antaño; se descompuso. Cuando realmente dejó de hablar, es decir, de mover la boca, fijó su mirada en mis ojos a través del espejo; por un momento pensé que se había enamorado de mi, después caí en la cuenta de que estaba esperando una respuesta de mi parte a una pregunta que no escuché. Por supuesto utilicé una de las respuestas - comodín: “no pues sí”.
Me propuse escuchar al chofer para no dejar que se le fuera de nuevo el sonido; era lo menos que podía hacer ya que había sido amable, tan amable que me ofreció un cigarro. Nunca en mi vida le había aceptado un cigarro a un desconocido, de hecho ningún desconocido me había ofrecido un cigarro. Yo tenía dos meses sin fumar; acepté por gentileza y descubrí que la madre de todos los vicios no era precisamente el ocio.
El ruletero me pidió no abrir la ventanilla para que no se colara el frío, me dijo que podía tirar la ceniza del cigarro en el interior del auto. ¿Qué clase de persona permitiría eso? Seguramente se dio un pasón con pastillas de amabilidad antes de salir a trabajar.
Al cabo de un rato mi cansancio era directamente proporcional al tiempo del trayecto. No al tiempo real, sino a MI tiempo, ese tiempo subjetivo donde un minuto equivale a un segundo del reloj.
Unos minutos (o segundos) después fue interrumpido el silencio y el viaje gracias a una invitación por parte del chofer que cortésmente sugirió: “¿Me acompañas por un café? y después te llevo a tu casa. Te invito un café o un té”. Alguna voluntad extraña pero no ajena y tal vez la curiosidad me incitaron a aceptar el té. Las antiguas advertencias de mi madre sobre los desconocidos no sirvieron de mucho esa noche. El cambio de trayecto y el temor se hicieron presentes al mismo tiempo y con ellos el arrepentimiento del cual no suelo hacer mucho caso.
Nos acercamos a un modesto local en cuyo exterior había varios autos de alquiler estacionados y un grupo de choferes con bebidas calientes en vasos de unicel. Luego de estacionarse, el automovilista me ofreció otro cigarro, sólo que esa vez en lugar de extenderme los cigarros dejó la cajetilla en el asiento del copiloto diciendo: “puedes disponer de todo lo que hay en el carro”. Traté de aminorar mi seriedad con una insípida broma: “¿eso incluye el volante?”. El propietario del auto retrocedió los dos pasos que había avanzado para decir: “¿sabes manejar? en serio, si sabes manejar tú te lo llevas”. Su respuesta me dejó atónita, tan insípida fue la broma que la recibió con toda seriedad. Después de un breve silencio me repitió la pregunta: “¿sabes manejar?”. Mi voz apenas logró salir para dar un tímido “Sí”. El raro ejemplar de humanidad me pidió, mejor dicho, me ordenó que ocupara su asiento. La orden fue tan firme y contundente que no pude hacer más que obedecer.
Si él es una persona rara, irreal, sublime, un personaje, no sé en qué lugar quedo yo. Mi pasajero se aproximó con un par de vasos, después de entregarme el que me correspondía se subió al taxi en el asiento trasero (como haría cualquier pasajero habitual) y me dio la salida. Cuando me vio dejar la bebida en el portavasos dijo “no eres una buena taxista, yo puedo manejar y tomar café sin tirar una sola gota”. Preferí no contestar y concentrarme en mi nueva actividad. Afortunadamente mi meta en la vida nunca ha sido trabajar como taxista, ni siquiera sabía porqué me encontraba manejando a media noche un carro ajeno, un taxi, y por si fuera poco, el propietario un perfecto desconocido. Yo solicité el servicio, no el empleo de ruletero.
Transitaba por una calle solitaria cuando mi pasaje me pidió amablemente: “párate aquí ¿no? Para tomarnos el café y el té”. Me detuve en una esquina cualquiera para comenzar a tomarme el té de manzanilla exageradamente endulzado mientras él bebía con toda calma el café. Por más que me esforcé no pude atender a su soliloquio, me distraía la situación: yo, al volante, el taxista en el asiento trasero, el té; sobre todo el té porque hubiera podido contener alguna sustancia dañina y aún así me lo tomé a grandes sorbos para seguir el recorrido a la brevedad posible.
Quedaba un solo trago en el vaso, el sujeto interrumpió la plática para pedirme que continuáramos. Aún me pregunto ¿cual fue la finalidad de tomar café? si cuando puse el carro en marcha mi pasajero, casi enseguida, se quedó dormido y unos segundos después comenzó a emitir de su garganta un sonido similar al que hace un perro cuando se ahoga. Estaba perdido en un profundo sueño, no lo desperté, me era más fácil respetar su sueño que escuchar su historia. Aún con la brusquedad en mi forma de manejar y el estruendo de sus ronquidos, el pasajero en turno no despertó.
El fin de la ruta estaba cerca y yo, en una encrucijada: ¿pagar? o cobrar. Tradicionalmente el taxista cobra y el pasajero paga pero un pasajero al volante ¿qué haría? El individuo estaba indefensamente dormido, yo hubiera podido dejar el taxi en la esquina, entrar a mi casa y dejar que el amanecer hiciera el resto, pero ese amanecer me traería un fuerte remordimiento de conciencia.
Al fin, justo afuera de mi casa, me decidí por la opción tradicional y le pregunté: “¿cuánto le debo?”. A medio despertar me pidió dejar 20 pesos en el cenicero, amablemente me abrió la puerta del taxi y retomó su lugar no sin antes esperar a que yo entrara a mi casa.
Cuando entré vi mi carro descansando en la cochera y al fin pude recordar la razón de haberlo dejado: no tenía ganas de conducir.
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