La alfombra que cubría el suelo del pasillo era mullida, y no desprendió sonido alguno bajo mis quedos pasos. A mi alrededor, todo era oscuridad. Mis manos encontraron a ciegas la manilla de la puerta, pues sabían perfectamente donde estaba. Nada cambia. Nada se mueve sin mi consentimiento. El metal me devolvió la caricia, y sentí su fría presión en la palma de mi mano. También sentí su chirrido, un ínfimo ruido que pareció atronador en medio de aquel denso silencio. Luego abrí la puerta, y las antigua oscuridad pareció mediodía frente a las nuevas tinieblas que emanaban de mi habitación.
Mi corazón latía mas de un centenar de veces entre cada uno de mis pasos. Uno tras otro, me fueron acercando a mi destino, hasta que finalmente pude, aún ciego tal y como estaba, percibir su presencia. Busqué en mi bolsillo con pavor y todo el sigilo que pude lograr. Necesitaba hacerlo. Expulsar aquella delirante idea de mi cabeza de una vez por todas. Si no, perdería por completo la cordura.
Las cerillas tintinearon en su caja y al abrirla, algunas de ellas cayeron al suelo estrepitosamente. Pero ya daba igual. Tan solo el sonido del fósforo encendiéndose, esparciendo su característico olor, eso era todo lo que ahora importaba. Un rascazo me hizo tiritar de temor, pero no bastó para encender la cerilla. Tuve la sensación de que las sombras se hacían mas densas a mi espalda, como si alguien que me observara proyectase su sombra sobre mi. El segundo intento surtió su efecto, y la tililante luz del fósoforo baño aquella forma sobre mi cama.
Mis ojos, mi nariz, mis labios. Yo.
Abrí los ojos al despertarme lleno de terror, con un grito ahogado aún atravesado en mi garganta, y allí, frente a mi, yo mismo sostenía aquella cerilla con ojos desencajados. Y asomando por entre las sombras en mi puerta, una tercera figura, ajena pero intrínseca a mi mismo, observó mi inexistencia.
Inumerables gritos rompieron la noche. |