La primera vez que te lo conté tus ojos titilaron como anunciando la sonrisa de espanto que, un segundo después, se te tatuó debajo. Mientras yo asentía con la cabeza, agazapada en el suelo, intentado escurrirme por la bombilla del mate, pasaste lista de tus valiosísimos argumentos. Que seguramente estaba muy borracha. Que al pibe le faltan muchos caramelos en el frasco. Que, encima, es feo: tan feo como una cintura de 150 centímetros, una barba puntiaguda y una nariz llena de granos. Que cuando está ebrio no se le entiende lo que dice. Que las siete de la mañana, la vereda mugrienta de un pool, no son hora ni lugar para andar besándose. Por lo menos, dijiste, todo paró ahí. Menos mal que te tomaste un taxi. Lo que no entiendo es por qué no lo hiciste antes, dudaste.
Te escuché mientras me ocupaba de fingir vergüenza como quien se mira a un espejo ensayando gestos que, después, jamás salen. Traté de que todo quedara como una anécdota más en mi lista de madrugadas patéticas. Traté, digo, de que así se dibujara el recuerdo para vos.
La segunda vez que te lo conté, cuando te vi la cara desencajada extrañé con ganas aquella sonrisa socarrona, apenas espantada, con la que me habías castigado la primera vuelta. Esta vez había sido demasiado: ningún ingrediente contextual importaba, ni la hora, ni el lugar, ni el alcohol, ni si el pibe era flaco, gordo o tenía piel de naranja. La cuestión es que no se puede ir por la vida besándose con los novios de la amigas. ¡A Dios gracias que todo había quedado allí!, señalaste con un énfasis que no siempre te veo.
Te prometí que, oportunamente, me encargaría de acomodar en mi joroba un paquete con 100 gramos de culpa. “Y, bueno, son cosas que pasan”, mentí al restarle importancia al asunto.
Me preocupa que no vieras en esos encuentros que te confié, Valeria, más que unos calores del cuerpo. No hubo una tercera vez. No la hubo, porque hasta ahora ningunos labios volvieron a convencerme de que la revolución es posible. No me importa estar borracha mientras me lo dicen. Para mi sólo cuenta que en ese momento me lo creo. Y en ese instante soy tan feliz como sólo puede serlo alguien que se duerme sabiendo que al otro día despertará y alcanzará la utopía. Cumplo en advertirle a tu moral inquebrantable, entonces, que no dudaría un segundo en devorarme la lengua de tu esposo si fuera él quien una noche me convenciera de que aquello es posible.
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